El universo curvo de Niemeyer me cautivó hace unos 20 años atrás. Ad portas, no solo me impactó su pasión por el espacio y las formas, sino su cosmovisión y su forma de ver la política y entrelazarla con su amor por la arquitectura. Sus obras fueron el espejo de la revolución que quería para el mundo, esa que aún hoy tanto necesitamos.
Cuando en el año de 1956, el presidente de Brasil, Juscelino Kubitschek visitó a Niemeyer en su famosa casa modernista de techo blanco, conocida como Casa das Canoas, en Rio de Janeiro, le planteó su idea de trasladar la capital hacia Brasilia y le pidió hacer los principales edificios de la nueva metrópolis. El famoso arquitecto carioca aceptó, y junto con las huellas directas y simples del urbanista Lúcio Costa; los cálculos estructurales de Joaquim Cardoso, y los paisajes ideados por Roberto Burle Marx, inauguraron 4 años después la nueva urbe.
Así, la casa actual de la rama legislativa brasileña vio la luz con la nueva capital, Brasilia, en el año de 1960. El edificio del Congreso Nacional alberga el Senado y la Cámara de Diputados. El máximo símbolo de la capital, tiene como característica principal la presencia de formas puras y geométricas, espacios libres que lo flanquean y volúmenes en sus semiesferas. Este se encuentra ubicado en el vértice del triángulo equilátero que encierra la Plaza de los Tres Poderes. En los vértices de la base del triángulo se encuentran las sedes del Poder Judicial y el Poder Ejecutivo.
Niemeyer soñó con una atmósfera de digna monumentalidad, una ciudad utópica que albergaría el sueño de la democracia. Las dos cúpulas, ubicadas estratégicamente en su centro, conformaban un neurálgico simbolismo. La cúpula de la cámara de diputados mirando hacia arriba, simbolizaba que esta debía estar abierta a los deseos de la sociedad. Por otro lado, la del senado, cerrada, representaba que este debería estar compenetrado en sus pensamientos para tomar así las decisiones más pertinentes. La existencia de ventales exteriores, simbolizaba la apertura y la transparencia que se deseaba en la gestión política.
A través de su obra, Niemeyer siempre dejó ver la arquitectura no solo como un mero acto técnico-constructivo, sino como una forma de pensamiento, capaz de emitir un discurso, situando al edificio como una más de las formas de manifestación ideológica que hay dentro de ella, dejando claro que esta no es neutra y que por acción u omisión, se sitúa en una posición política.
La semana anterior, al ser inaugurado el nuevo edificio que albergará a la Asamblea Legislativa en el país, no pude evitar pensar en cuán diferente es al diseñado por el carioca. El nuestro, iluminado y ostentoso por dentro; pero, frío, cerrado y oscuro por fuera, parece creado para evidenciar lo que sucede con una clase política que en su mayoría se aísla de la realidad a la que se debe, y que se retrae para que no vean lo que se hace (o se deja de hacer).
Aún cuando se explicó que el diseño del recién construido recinto, contempló que la sala de sesiones del plenario tuviera lugar en el piso más bajo, como símbolo que las y los legisladores deben velar por la protección de los intereses de quienes los eligieron, en un país en plena crisis, eso parece lejano.
Mientras muchos legisladores rezan en voz alta para bendecir el concreto, desatienden los gritos de los grupos más vulnerables que tienen hambre y han sido olvidados durante años, cuando no son carnada para vulgar proselitismo.
Mientras algunos legisladores consagran paredes muertas, el país estalla en sus rincones más olvidados en llamas y en violencia. Desatienden, quizá, que ellos son los que se deberían consagrar al juramento que hicieron al país.
Otros, por su parte, mientras toman su teléfono para hacerse un “selfie” y compartir el júbilo de estrenar nuevo despacho en todas sus redes sociales, condenan el pésimo accionar del ejecutivo, olvidando que su conjunta inoperancia también nos ha llevado hasta un punto de inflexión.
En una de las coyunturas más críticas de nuestra historia, muchos legisladores inauguran un lugar que a veces parecieran no merecer. Quizá su más grande reto sea el de no llevar al nuevo edificio espurias prácticas del pasado.
Hoy, más que nunca, en medio de sus ostentosas nuevas curules, no pueden (ni deben) olvidar a quien se deben realmente. Costa Rica necesita de su compromiso para no hipotecar el presente de los que hoy viven en su piel la desigualdad y el futuro de las generaciones que vienen adelante.
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