Hace más o menos un semestre que, sin haber sido verdaderamente invitada, aparezco, de vez en cuando en los cuartos de mis estudiantes; en las salas de mis profesores; en las bibliotecas de escritores que admiro. Ya que estoy ahí, curioseo los colores con que pintaron las paredes, espío el orden o el desorden que habitan.
Los veo, a todos, en ropa de andar por casa y no podría en cambio calcular cuánto miden.
Hace casi seis meses que siento que escucho voces y, a veces, también, que me quiero volver loca: las dos cosas están relacionadas pero la primera no es síntoma de la segunda ni viceversa.
Lo que “me” pasó, lo que “me” pasa y no se “me” pasa todavía es que un virus con corona se coló en el paisaje y trastocó lo que veíamos, desdibujó el futuro qué avizorábamos.
Un virus con el nombre bien puesto que supo primero viajar en avión y hospedarse en hoteles de cinco estrellas para abaratarse y atiborrar los buses y acostumbrarse a vivir hacinado como la mayoría.
Un virus con corona que convirtió en súbditos a quienes nos ufanábamos de ser ciudadanos y reina sin gobernar democráticamente en países sometidos al autoritarismo y autoritariamente en naciones democráticas.
Un virus que hizo imposible ignorar que cada día se mueren cientos de personas y que en ese instante, el último, es la soledad la que reina.
Todo mal, los hospitales abarrotados, la vida a cuadritos, la salud frágil, el descanso esquivo, el hambre insaciable, la solidaridad utópica y a fin de mes un sueldo que cada vez alcanza para menos, que cada vez a menos alcanza.
Lo primero que veo cuando me conecto a una reunión es mi propia imagen cuadriculada, cómo si las pantallas fueran por un instante un espejo... después aparecen los demás que -a un click de distancia- tanto se me parecen.
Eso hacía falta para sabernos y asumirnos finalmente como semejantes, para recordar que quien no tiene un papá, una mamá, una tía, un tío, algún abuelo... los extraña; que somos las hijas, las madres, las hermanas de alguien; que la causa de muerte casi nunca es una sola: que el mayor factor de riesgo es estar vivo.
Y ahora pudiera, si supiese cómo, ponerme optimista e imaginar las conciencias despiertas, la creatividad renovada tras el encierro, los abrazos largos, las charlas generosas... podría predecir que al final del confinamiento, nos amucharemos. Pero no soy creyente.
Lo que sé es que esto que nos está pasando, es inédito: es la historia rescribiéndose sobre nuestros planes y no sólo el mayor sino el único legado posible es dejar testimonio.
Por eso los invito a compartir estas historias de la vida a “cuadritos” a conocer a quienes se casaron, se graduaron, empezaron a estudiar, viajaron, adoptaron mascotas, tuvieron -por primera vez- un ataque de pánico, se enamoraron, amasaron pan, estrenaron al fin la bicicleta estacionaria que, durante años, habían usado como perchero.
Los que dejaron de trabajar, los que siguieron, los que encontraron un empleo...
Una historia por semana, dos minutos por relato... suficientes, para ser voyeurs de la cuarentena.
01 Mamá amasa la masa
Después del primer caso confirmado, y la gran publicidad que se le hizo, unido a noticias que llegaban desde otras latitudes, el coronavirus me mandó a la casa de manera definitiva, sin trabajo, sin ingresos, sin perspectivas, sin opciones.
Yo trabajaba en instituciones educativas privadas por servicios profesionales, dando “clubes” o clases co-curriculares, tutorías, y sustituyendo docentes cuando por enfermedad o necesidad se ausentaban por uno o más días. Rápidamente, entre los papás sobreprotectores y la administración protectora de esos papás, dejaron de llamarme y me enviaron las cartas correspondientes al “cese del contrato” por tiempo indefinido.
Pasé de tener un ingreso razonable a tener cero, y de salir de la casa casi a diario a no salir nunca, la cosa se puso bien complicada. Mandé CVs a cuanto lugar se me ocurrió pero creo que entre mi edad (casi 60), mi necesidad de teletrabajo (población de riesgo) y mi buen currículum (casi 40 años de experiencias variadas), nada nunca cuajó.
A mi hijo más joven le suspendieron las clases que llevaba pues un requisito era la presencialidad y el trabajo que tenía -diseño gráfico y publicidad para restaurantes y bares- pronto se terminó también.
Al mayor le fue bien. Iniciando la cuarentena lo contrataron en un puesto de teletrabajo -ventas. ¡Maravilloso! Sin embargo, de una casa donde la bulla, las risas, y muchas veces el escándalo, es parte del día a día, hubo de repente que hacer silencio por ocho horas seguidas.
El “¡No usen el internet, estoy en llamada!” pasó a ser su grito de batalla y mi señal de aislamiento. Mis redes sociales pasaron a ser mi ventana al mundo y pronto… ni eso podía abrir.
A la señora que nos ayudaba en la casa hubo que decirle que no regresara y nos organizamos para las labores del hogar... no fue fácil.
Somos 3 adultos… algunos más adultos que otros, qué te digo. Mis hijos, para bien o para mal, nunca habían tenido que pasar una escoba ni poner una lavadora y aunque al mayor le encanta cocinar (y tiene buena cuchara), nunca han tenido que preparar almuerzos o cenas a diario. Decirles que les tocaba limpiar el baño fue la prueba de fuego de nuestra cuarentena.
Pasar la escoba, lavar el trapo de piso, dejar la cocina arreglada siempre, cocinar cuando yo no podía, no hacer regueros, arreglar el cuarto, lavar la ropa, se volvieron tareas obligatorias y nada agradables. Ahora ya son parte de sus rutinas, y la mía, y más bien se vuelven en labores cotidianas que se mezclan con nuestras vidas de antes.
Al menos tenemos al gato que nos acompaña en nuestra travesía. La nueva diversión es: quién molesta más al gato sin que se enoje. Y la verdad que al pobre gatillo no sé cómo no lo hemos sacado de quicio todavía. Nos sufre, nos ignora, nos manipula para que le demos de comer, y nos trae presas por la noche. Mango es torpe pues con que uno lo empuje un poquito se cae de cabeza, pero es cazador insigne. Ese juemialma gato ha traído presas de todo tipo: culebras, pájaros de varios tamaños, y hasta una zarigüeya adolescente que se hizo la muerta mientras la sacamos de la casa pero que esa misma noche volvió solita tres veces hasta que por fin la pudimos ir a dejar perdida bien largo.
Ahora todo va mejor, luego de muchos estira-y-encoges. El menor ya tiene teletrabajo pero no es de ventas (o sea, no tiene grito de batalla), el mayor sigue con su grito de guerra y yo sigo desempleada. Soy mejor cocinera, me gusta lavar ropa, odio limpiar los baños y no salgo a no ser que sea totalmente necesario.
Mi mejor descubrimiento: amo amasar pan y la mejor diversión de mis hijos cuando me ven en esas es decirme: “Mamá amasa la masa en la mesa.” Yo los vuelvo a ver con cara de enojada pero no puedo evitar sonreír.
Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.