Acabamos de cumplir seis meses desde el primer caso positivo de COVID-19 y siento que más bien ha sido esa misma cantidad, pero de años, los que han transcurrido desde que el indeseable visitante llegó a nuestro país —desgraciadamente para afincarse y multiplicarse—. Y, lo peor, es que aún nos queda un largo trecho por recorrer para despertar de este trance, el más duro que, quizás, debamos enfrentar en nuestras vidas.

¿Hasta dónde nos llegará la paciencia? Siendo optimistas y si el pronóstico de la OMS no falla –que no siempre es el caso— podrían quedarnos unos dos años más de pandemia. O sea… a esperar sentados y con mascarilla. Pero, como no vamos a andar como ermitaños hasta la inauguración del Mundial de Qatar, mejor nos vamos habituando a esta nueva normalidad, velando siempre por la conciencia, la responsabilidad individual y la autogestión del riesgo, en beneficio de la salud colectiva.

Lo que, muchas veces, escapa a nuestro propio control es el manejo que debemos hacer frente a los cuadros de estrés, ansiedad, tristeza, miedo, desasosiego y demás sentimientos disfuncionales que en estos tiempos se multiplican a la velocidad del coronavirus. ¿Qué hacer para gestionar nuestras emociones correctamente? En buen tico, ¿cómo hacer para no perder la razón?

Lo que comentaré a continuación es producto de mis más de cuatro años leyendo o escuchando contenidos sobre el apasionante mundo del desarrollo personal. Lo hago no como coach ni dueño de la verdad absoluta, sino como una simple recomendación ciudadana, eminentemente práctica, de lo que podríamos hacer a diario para cuidar nuestra frágil cordura. Algo así como un servicio a la comunidad que espero sea de provecho.

Bueno, sin más preámbulo, entremos en materia. Primero, amanezca temprano. Procure madrugar lo más que pueda (yo no lo logro antes de las 6) y dedique al menos la primera hora y media del día a la persona más importante de su vida: usted. Si estira la mano para apagar el despertador, no la corra para tomar de inmediato el celular porque esto lo llevará a empezar el día de una manera reactiva y sujeta a factores externos (notificaciones, mensajes, basura en redes sociales).

Mejor opte por mover el cuerpo entero. Levántese, estírese, tómese un vaso de agua... Puede hacer ejercicio, leer un libro, escuchar audios o videos motivadores, entre otras acciones que nutran su mente y le eleven la energía. Desde hace poco, he venido practicando la meditación guiada o el mindfulness, lo cual me ayuda a fortalecer el músculo de la atención plena al momento presente (ser y estar, aquí y ahora).

Ahora sí, casi dos horas después de haberme levantado, tomo el celular para atender temas laborales o personales. De paso me percato que el mundo no se acabó porque no respondí rápido un mensaje de WhatsApp o me perdí el meme del día en Facebook. Hago un paréntesis para aclarar que no pretendo satanizar el uso del teléfono celular, una herramienta imprescindible. Mi intención es propugnar por un uso razonable e intencionado.

Volviendo a mi rutina, empiezo a trabajar (lo hago desde la casa), dividiendo la jornada en bloques, cada uno de 25 a 30 minutos, previamente agendados, que favorecen mi productividad y rendimiento. Esta técnica, conocida popularmente como “Pomodoro”, me permite estructurar mejor el día, organizando las actividades en orden de prioridad y atendiéndolas individualmente —nada de multitasking—, procurando el mayor enfoque en la ejecución de cada una de ellas y lejos de cualquier agente distractor.

Al medio día, luego de mi rutina de ejercicio, acostumbro a ver las noticias y almorzar (en ese estricto orden para evitar indigestiones). Trato de ser selectivo en el consumo, dando énfasis a lo que pueda ser de interés como la conferencia de prensa del medio día, por si hay alguna nueva directriz o actualización de medidas, y los deportes (porque me gustan). El resto del día prefiero alejarme del trabajo de mis colegas, sobre todo en lo referente a temas de poca edificación.

Por la tarde, continúo trabajando bajo la modalidad del “Pomodoro” y con música relajante de fondo (las de Zelda son mis preferidas porque, aparte, me recuerdan mi niñez). ¿Hasta qué hora sigo en esas? Hace algunos meses diría que hasta terminar (soy más de objetivos que de horarios), pero, dado que la casa se ha convertido en lugar multiuso le sugiero trazarse un horario que le permita separar claramente los tiempos laborales, personales y familiares.

Al final del día, despeja le mente y felicítese por lo logrado, sin martirizarse por lo que quedó pendiente. Ya habrá tiempo mañana para establecer un nuevo plan de acción. Dedique la noche a relajarse, a desintoxicarse de las malas noticias, a utilizar la tecnología para conectar con sus seres queridos. No se imaginan lo que un “¿cómo estás?” o un sincero “cuídate mucho” puede hacer en el ánimo de las personas.

Al menos una hora antes de acostarse, aléjese de los dispositivos electrónicos. Prepare el cuerpo y la mente para un merecido descanso. A mí me sirve tomar una ducha y un té o chocolate caliente, como ante sala al ritual de irme a la cama, que consiste en escuchar música o leer un rato. No se desvele demasiado —en esto estoy trabajando— y cumpla con las siete u ocho horas recomendadas de sueño.

Al día siguiente, trate de hacer lo mismo, no necesariamente en el mismo orden porque siempre surgen imprevistos y cada quien tiene circunstancias distintas (hijos, pareja, tipo de trabajo) que condicionan el cumplimiento de estos hábitos. Pero, si, en la medida de lo posible, incorpora algunos de ellos, le aseguro que notará la diferencia en su salud mental, salvo que sea un problema grave que amerite atención profesional.

Ojalá le sean de utilidad y si desea un efecto más duradero y efectivo, vuelva a leer este artículo y repita el ciclo cuando termine la pandemia.

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