Cuando somos niños tendemos a creer que casi todo existe. Estamos menos contaminados de las imposibilidades y damos la mano a la fantasía sin muchos reparos. Con un grupo de amigos de mi infancia, recuerdo que íbamos a un sitio mítico llamado “El Cailagua” en mi ciudad natal, donde supuestamente salían los duendes y se podía encontrar un tesoro. Mi madre levantaba su cabeza hacia el cielo cuando yo llevaba a casa mi “botín” consistente —en su mayoría— en tenedores y cucharas oxidados. Lo importante, era entonces, el sentido de búsqueda y de probabilidad, nunca he visto un duende, pero la creencia en sí, tendió los hilos de la fe futura en lo no verificable.

Como concepto, los duendes son seres elementales, fantásticos e imaginarios, que están vinculados a la tierra, pues generalmente viven en plena naturaleza, o en los hogares de la gente, y asumen la responsabilidad de protección del sitio donde están. La tradición proviene de las culturas celta y vikinga. Con el paso del tiempo, estos presuntos seres diminutos, pasaron a formar parte del folclore popular de muchos países. Aunque las leyendas difieren un poco dependiendo de cada lugar, todas coinciden en que los duendes tienen poderes mágicos y un carácter bromista y travieso. Tanto en el entorno rural como en el doméstico se les hace responsables de multitud de incidentes: extraños ruidos, presencias invisibles, cosas que desaparecen y aparecen luego en el lugar más inesperado. Quienes creen en ellos, afirman que, por lo general son amigables e incluso pueden favorecer a los humanos a través de su magia. Según las creencias populares, es posible eludir los poderes mágicos de los duendes llevando un trébol de cuatro hojas o una imagen de San Patricio. Los duendes detestan al patrón de Irlanda porque, después de que el santo fundara con gran éxito su primera iglesia católica en el país, los druidas invocaron a los duendes para que invadieran el templo cristiano. Sin embargo, San Patricio se enfrentó a ellos y consiguió expulsarlos. En Irlanda, existe una leyenda que dice que cada 17 de marzo, cuando se celebra la festividad del santo, los duendes, gnomos, elfos, hadas y otros seres feéricos salen de sus escondites y pasan el día realizando travesuras por doquier. Me limito a narrar un mito, no creo en nada de lo que he contado, pero en el año 2006, se realizó una encuesta en Islandia, y el 37% de los islandeses afirmó que era posible la existencia de los duendes. Eso es más que el índice de popularidad de algunas figuras públicas.

A diferencia de los duendes, en quienes no creo, quiero ahora comentarles, sin apego al sentido oriental y religioso de la palabra, de algo en lo que sí tengo plena certeza de su existencia: el karma. En una acepción occidentalizada de la palabra, el karma es aquella energía que proviene de nuestros actos, palabras o pensamientos. Por lo que, todas nuestras acciones crean consecuencias equivalentes (positivas o negativas) sobre nosotros. En lo personal, no creo en la reencarnación (presupuesto religioso muy respetable), sino que opino que, las consecuencias de nuestras acciones y omisiones se reflejan en esta misma existencia. La ley básica del karma (me consta que es real) es que, para toda acción, hay una reacción, y así es como funciona el karma: creando una cadena donde las buenas decisiones nos hacen ser buenas personas que seguirán tomando buenas decisiones, y viceversa. Se parte del principio que tenemos libertad para decidir nuestras propias acciones, pero estas decisiones están influenciadas por nuestra personalidad que también ha sido desarrollada por las acciones que tomamos en el pasado. Puedo afirmar sin duda que, si se realiza una buena acción, regresará a vos como algo positivo en tu vida. Pero si cometés una mala acción, te ocurrirá algo malo de igual o mayor medida. Es decir, la vida te cobra intereses (sin duda lo hace).  Algunas tendencias del pensamiento llaman a esto, la ley de causa y efecto. Con mucha dificultad, he aprendido, que generar sentimientos (aunque no se expresen siempre) como la compasión o el perdón generan una energía buena que mejora la cadena kármica a nivel global. Con cada pensamiento, acción y emoción que transmitimos, ponemos en marcha una cadena de efectos invisibles que parten de nuestro plano mental, se manifiesta de nuestro cuerpo al medio ambiente y, finalmente, llega hasta el cosmos. Es un hecho científico que nuestra materia corporal es la misma con la que esta hecha el universo, por eso se ha dicho sabiamente que somos polvo de estrellas.

Sin pretender que este artículo sea una desiderata, creo que la aceptación es una virtud. Es necesario aceptar el presente y sus circunstancias de manera humilde, en lugar de forzarlos para que cambien o caer en la negación. Aquello que no quieres aceptar, te seguirá ocurriendo. Las situaciones negativas nos hacen madurar y crecer como personas. ¡Todo suma! Hay que aprender a soltar el control, poco de lo que sucede en el mundo depende de nuestra voluntad, por eso, es mejor llenar el corazón de alegría, amor, aceptación y paz, sin importar dónde uno se encuentre o las personas que te rodeen. Es difícil, lo sé, me consta. Creo firmemente, que, aunque haya tormenta, se debe evitar el papel de víctima y mucho menos culpar a los demás. La responsabilidad es personal. Por más insignificante que parezca, todos los pasos son importantes para que una tarea se realice. No existen los duendes (salvo prueba en contrario), pero sí existe el karma y el tiempo… que pone a cada quien en su lugar.

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