Convengamos en que Costa Rica es un país en el que ya de por sí cuesta mucho discutir por el fondo las cosas. Tenemos una manera medio desconcertante de resolver nuestros conflictos, a través de formas que suelen no resolverlos. Y que más bien, todo lo contrario.
La tendencia a no discutir los problemas con tal de “no generar conflicto” suele tener como complemento el choteo (ese tan molesto: “ay no, ¡qué pereza!”), eficaz combinación que termina la mayor parte de las veces contribuyendo a estigmatizar a quién sí gusta discutir una determinada cuestión. “Es que el problema con él es que es muy conflictivo. Ese es el problema”, se espeta con mucha frecuencia. Y así, fue como se construyó el famoso “pura vida” que nos caracteriza, que no es más que una manifestación velada del autoritarismo cultural inherente a nuestra construcción política como país. Otro día si quieren seguimos este tema.
Ahora bien, la respuesta de una persona cualquiera frente al argumento presentado líneas atrás, muy seguramente sería: -“Sí, es cierto, y agradezcamos que somos así: Gracias a esas formas tan peculiares que tenemos los ticos, no hemos tenido guerras como las del resto de Centroamérica… ¿o qué, a vos te gustaría vivir en un país como Nicaragua?”. Ese sería el argumento. Y convengamos, no es un mal argumento. De hecho, es un argumento bastante infalible desde el punto de vista histórico.
Sirva esta larga pero “necesaria” introducción para decir lo siguiente, y que es el punto central del presente escrito: ¡Daniel Ortega y Albino Vargas son la misma cosa!
Ambos, a su manera, son construcciones simbólicas interesadamente desplegadas por determinados sectores del poder económico en Costa Rica, en su afán por eludir su responsabilidad frente a la crisis en ciernes a raíz de la pandemia del coronavirus. Frente a la crisis coyuntural a propósito de la pandemia, pero, sobre todo, frente al balance estructural de exclusión y desigualdad heredado de tres décadas de neoliberalismo.
O dicho en lenguaje menos académico: Albino Vargas y Daniel Ortega son dos fantasmas que interesadamente sacan en determinados contextos críticos, con el objeto de desviar la atención de lo fundamental, poniendo el peso de la responsabilidad sobre la espalda de dos colectividades ya de por sí estigmatizadas: los empleados públicos y los migrantes nicaragüenses.
En Costa Rica, convengamos, ya de por sí es imposible discutir cobrar grandes impuestos a la riqueza, así sea de manera excepcional en una coyuntura como esta. ¡Dios guarde! Lo que sí es posible –obviamente-, es sentarnos a discutir no aumentar los salarios en el sector público el próximo año, así ello no contribuya absolutamente en nada a resolver el déficit fiscal, y termine a la larga ralentizando la economía.
Es preferible discutir ese tipo de políticas en vez de aquellas otras dirigidas a grabar la desconcertante riqueza de los ricos, ya que de todos modos, Albino es un impresentable. Albino es un bochinchero, que va preso por ir a defender a unos empleados arbitrariamente despedidos de una municipalidad. Pero además, Albino es un vividor y un impresentable (otra vez). Tres veces impresentable, para que quede claro.
A ese nivel preferimos ponernos a discutir, mientras los ganadores de siempre siguen ganando mucha plata. Nos ponen a pelear entre muy pobres y pobres (trabajador sector privado/trabajador sector público). O para ser más exactos, nos meten en una pelea de a tres: muy-muy pobres, muy pobres y pobres (desempleado-informalizado/asalariado privado/asalariado público). Nosotros, peleando. Ellos, felices. Facturando. Y mucho.
En Costa Rica, convengamos, no se discuten las deplorables condiciones laborales de miles de trabajadores de plantaciones agrícolas (ni qué decir, los derechos a la organización sindical de esas personas). Trabajadores nicaragüenses, muchísimos de ellos (y que no llegaron ayer a Costa Rica, dicho sea de paso). Lo que sí nos interesa montones sentarnos a discutir, es cómo la invasión de nicaragüenses nos está infectando por doquier de coronavirus a los ticos, a raíz de la estampida de personas de esa nacionalidad, que por miles, huyen de la oprobiosa dictadura genocida de Daniel Ortega.
Somos tan particulares, que nos parece más productivo ponernos a discutir las medidas del gobierno nicaragüense en materia de contención del coronavirus allá en Nicaragua; que las razones objetivas del porqué de los contagios de los trabajadores nicaragüenses en Costa Rica, a raíz del destajo en el que trabajan para empresarios costarricenses en sus fincas. Fincas que, por las dudas, quedan en territorio costarricense; y que teóricamente, se rigen bajo las leyes ambientales y laborales costarricenses.
Pero no, no discutimos ese tema, y sí lo de Ortega, porque en el fondo, muy en el fondo al promedio de los ticos no nos interesa la salud de esos trabajadores nicaragüenses. De lo contrario, haríamos algo en función de ver cómo ayudamos a que se puedan organizar en sindicatos para defender sus derechos. De hecho, ni siquiera nos molestamos en demostrar la relación de causalidad que podría haber entre las medidas del gobierno de Ortega frente a la pandemia del coronavirus en Nicaragua, y los contagios de esos nicaragüenses en Costa Rica. Demostrar ese nexo no nos interesa.
Pero seamos realmente francos, tampoco nos interesa la democracia en Nicaragua. Si verdaderamente nos interesara la democracia en ese país, ya hubiésemos corrido a ayudar a ese pueblo a que se libere, como sí muchísimos costarricenses hicieron cuando se liberó de la satrapía somocista en 1979. El pueblo de Nicaragua no necesita de la conmiseración de los ticos para enfrentar sus problemas políticos. Es un pueblo aguerrido que a través de la historia ha dejado patente su valentía. No nos confundamos.
Y aclaro (por si no quedó claro): No me interesa discutir aquí, por el fondo, las verdades que ya todos tenemos en torno a de Albino Vargas (que dicho sea de paso, goza de una “pensión de lujo”), ni en torno a la oprobiosa dictadura genocida de Daniel Ortega. Podemos hacerlo, con todo gusto. Pero me aburre.
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