¿Cómo se sentiría usted si de repente un grupo de forajidos llega de improviso a expulsarlo de su casa? No creo que sea una experiencia muy agradable. ¿Y qué pasaría si, en medio de la trifulca, lo mataran por resistirse a desalojar? Obviamente que sus familiares y seres queridos, aparte de llorarlo, irían hasta las últimas consecuencias por hacer justicia.
Bueno, a esas dos lamentables y extremas circunstancias se han enfrentado, en menos de un año, los indígenas de nuestro país. Primero, con la muerte del líder de Bribri de Salitre, Sergio Rojas, en marzo del 2019, y la semana pasada con el deceso de su colega Brörán de Térraba, Yehry Rivera. Ambos vilmente asesinados en viejas disputas por control de territorio.
¿Cuántas muertes más hacen falta para que alguien vuelque su mirada a la crítica situación de nuestros hermanos indígenas? Protestas por el fallido proyecto hidroeléctrico El Diquís, manifestaciones en pro de incorporar la cultura Teribe en el sistema educativo y ahora los conflictos por defender sus propiedades frente a leyes y personas que no los representan, son los últimos eslabones de una cadena de discriminación que se remonta a tiempos inmemoriales.
Con la diferencia que hoy ya no se enfrentan al dominio español ni al de otros grupos indígenas como los Viceítas y los Terbis, sino al salvaje hombre blanco local que, en lugar de integrarlos a la sociedad, cada vez los margina más, haciendo imposible la justa reivindicación de sus derechos básicos elementales (y ancestrales).
Cinco años y dos muertes después del llamado de atención lanzado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en 2015, es poco, por no decir nada, lo que se ha hecho para avanzar en la resolución de un tema que, ante la pasmosa indiferencia y negligencia con las que ha sido abordado, ya nos está costando vidas humanas. ¿Es que acaso no nos damos cuenta?
Por lo visto, durante estos días, todo mundo está muy ocupado con el escándalo de la Unidad Presidencial de Análisis de Datos (UPAD) como para percatarse que en la zona sur se libra una batalla campal por el derecho a la propiedad y la autodeterminación de las comunidades indígenas. O sea, mientras allá lamentan la pérdida de un auténtico líder, acá discutimos si están convirtiendo al país en la próxima Nicaragua o Venezuela. A lo que puede llegar la miopía, insensibilidad y doble moral de una ciudadanía más preocupada por proteger su información personal que la vida de nuestros compatriotas. #EsencialCostaRica
Como en el Viejo Oeste
De verdad que aquí a veces suceden cosas que hacen de mi país un lugar irreconocible. Ahora resulta que, a espaldas de las instancias legales e institucionales existentes en un Estado de Derecho, preferimos dirimir nuestras riñas al mejor estilo del Viejo Oeste: a punta de bala. ¿Qué hemos hecho para caer tan bajo? ¿No que muy pacíficos y pura vida?
Es como si, en lugar de avanzar, más bien, retrocediéramos en la defensa de la dignidad de nuestros indígenas. Los hombres mueren a causa del despojo de tierras y a algunas mujeres las vemos mendigando monedas para subsistir, sentadas en algún rincón de la ciudad capital. Como si la deuda que tuviéramos con ellos no fuera suficientemente alta y casi que impagable, debemos agregar a la factura el absoluto desprecio prodigado por los no indígenas que se creen dueños de sus tierras, su cultura y hasta de ellos mismos.
¡Qué vergüenza e indignación! En nuestro país ya no matan solo por un celular o unos tenis; ahora también por unos metros más o menos de tierra. Insisto. Es como estar viviendo en una realidad paralela y surrealista extraída de algún Western americano, con más de un Buffalo Bill haciendo de las suyas en el “Viejo Sur” costarricense.
Los indígenas no merecen semejante desaire e indiferencia. Honremos, respetemos y admiremos a nuestros pueblos milenarios. A ellos les debemos gran parte de lo que somos hoy. Son los que forjaron la identidad del ser costarricense y quienes han servido de guardianes de las costumbres, creencias y tradiciones que nos definen como nación poseedora de una riqueza cultural única en el mundo.
Mandato ancestral
“Somos gente valiente, gente luchadora”, así autodefine a los suyos, Haydeé Rivera, en la página de la Asociación Cultural Indígena Teribe Térraba. Ahí también aparece otra líder indígena, Digna Rivera –los Térrabas tienen una sociedad matriarcal y profesan un gran respeto hacia sus mujeres (tanto que aprender de ellos)— que lo resume de la siguiente forma: “La defensa del derecho a la tierra es un mandato de nuestros ancestros al que no renunciaremos porque ahí están la vida, los alimentos, los medicamentos…”
“Quizás era un hombre terco con sus ideales, pero fue porque siempre tuvo fe y esperanza de que, políticamente, teníamos que luchar por el pueblo, por la defensa de nuestros derechos y contra la discriminación”, contó el padre de Yehry, Enrique Rivera, en entrevista con La Nación. Eso se llama ser una persona consecuente con su filosofía y cosmovisión, tal y como lo expresó el mismo Yehry en este video del 2013.
En su último suspiro —rememora su padre— el líder pidió a su pueblo que “caminara para adelante” defendiendo lo que les pertenece. Don Enrique reconoce que él ya está mayor pero que seguirá luchando en nombre de su hijo y su querida Madre Tjër hasta que Dios le preste vida.
Que la Mano de Tigre –una piedra o Ac (en idioma telire) venerada por el pueblo Térraba— les anime y, en medio del duro momento que atraviesan, les colme de fuerzas para recuperar la U (casa), el C'ór, (árbol) el C'órcuo (fruta) y demás encantos naturales que conforman sus bellas tierras ancestrales. ¡Que ni un solo Sergio o Yehry más muera impunemente defendiendo los ideales de un pueblo orgulloso de sus raíces indígenas!
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