Queridísima Sole:

Vieras qué profundo me llegó tu carta sobre la vida judía de Berlín. Hay muchas razones, no siendo la de menor importancia que en los últimos meses he sentido un preocupante incremento del antisemitismo en el mundo y, lo que es peor, una marcada indiferencia de la mayoría de la gente hacia las más claras y odiosas expresiones antisemitas. Son cada vez menos las veces que se encuentra uno con un escrito que transpira tanta tolerancia y respeto como el tuyo, y aunque no me sorprende viniendo de vos, porque te conozco bien, tengo que agradecértelo con todo mi corazón.

Es increíble – e inaceptable – que tan solo 70 años después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, se haya vuelto aceptable negar la existencia o minimizar la magnitud del Holocausto. Es inaceptable que tan poco tiempo después, en manifestaciones en contra de las políticas del Estado de Israel la gente en Occidente pida abiertamente la desaparición de Israel y/o la aniquilación de todos los judíos del mundo. Cada vez quedan menos sobrevivientes de la barbarie nazi, testigos oculares y víctimas de la maquinaria asesina de Hitler. ¿Qué va a pasar en 15 años cuando todos los sobrevivientes hayan muerto y los negacionistas continúen difundiendo su evangelio del odio?

Es que para mi, Sole, el asunto es personal. Yo te he contado que de los once hermanos de mi abuela paterna solo sobrevivieron cuatro. También te he contado cómo, 60 años después del Holocausto, hemos tenido la suerte de encontrar descendientes de uno de los siete (de nueve) hermanos de mi abuelo paterno con quienes perdió el contacto durante la Guerra. Una de esas historias la he contado, en forma de cuento, aquí, pero no es cuento . La historia que nunca te he contado, ni a vos ni a nadie afuera del círculo familiar, es la de la hermana de mi abuelo materno.

Hace unos años, cuando dedicaba mi tiempo libre a investigar la genealogía de mi familia, murió en Israel Jana Gutensztein, prima hermana de mi mamá. Resulta que después de la Guerra, Jana se apareció por Costa Rica, adonde había llegado mi abuelo a principios de la década de 1930. Mi abuelo murió en 1970, así que nunca tuve el privilegio de hablar de estos temas con él. Y mi abuela, que a sus 93 años sigue activa y trabajando, es de las que prefieren no hablar más de lo estrictamente necesario. Y los malos recuerdos no entran en su definición de lo necesario. El asunto, Sole, es que a Hanka, como le decían de cariño, no le gustó Costa Rica, o no se llevó bien con mi abuela, o una combinación de ambas cosas, y terminó emigrando a Israel donde, unos años después, mi abuelo le ayudó a comprarse un apartamento. Tras su muerte, un albacea nombrado por un tribunal israelí se puso a buscar familiares o descendientes a quienes adjudicar las posesiones de Hanka. Ella nunca se casó, y las únicas familiares resultaron ser mi mamá y mi tía. Para poder resolver, el tribunal exigió documentar la relación y demostrar que no habían otros potenciales herederos. Y ahí es donde entro en acción en este asunto y donde se origina el más macabro descubrimiento que me tocó hacer como “geneálogo”. En ese momento yo estaba investigando el árbol de mi familia paterna, así que tuve que hacer un paréntesis para encontrar la información que me pedían.

Mi abuelo (Jacobo Mintz) y mi tía abuela nacieron en el shtetl de Ostrolenka, en la provincia de Bialystok, en Polonia. Su papá, mi bisabuelo, se llamaba Eliezer, y de ahí saqué yo la lotería con mi nombre. Mi bisabuela se llamaba Jaia, hermoso nombre hebreo que quiere decir Vida (me extraña que nadie en mi familia actual haya heredado ese nombre). Podríamos decir que los hermanos encontraron diferentes maneras de salir de la pobreza y de las pocas oportunidades que ofrecía el pequeño shtetl. Jacobo emigró a Costa Rica, donde nunca hizo fortuna pero salvó su vida. Sara Malka, mi tía abuela, se casó con un exitoso industrial de Varsovia, llamado Hersh Gutensztein. En tico diríamos que se pegó un jaretazo. Ella, de una familia humilde de un pueblo pequeño. Él de una familia acaudalada de la gran metrópoli. Hersh y Sara tuvieron tres hijos: Hanka, Jaia y Moshe.

De Hanka todo lo que yo sabía era que había sido la única sobreviviente de su familia inmediata; si bien sabía que los demás murieron en la Guerra, no sabía cómo, ni cuando, ni dónde, ni en qué circunstancias. A Jana la conocí alguna vez en Israel, pero no era una persona sociable ni particularmente agradable, por lo que nunca más la visité. Si tan sólo hubiera sabido de los traumas que arrastraba y del acervo de información que había acumulado a lo largo de su vida, tal vez me hubiera sobrepuesto a esa primera impresión y la hubiera frecuentado. If I knew then what I know now! Hanka dedicó su vida post Holocausto a dos cosas: atender cuanta presentación hubiese de la Orquesta Filarmónica de Israel, y tratar de recuperar las propiedades de su papá. Lo que encontraron las autoridades en su apartamento fueron cajas y más cajas, cubriendo de piso a techo, y obstaculizando pasillos, cuartos, sala y cocina; allí estaban todos los programas de todas las presentaciones de la Filarmónica desde mediados de la década de 1950 hasta su muerte a finales de siglo, millares de cartas enviadas y gestiones hechas ante las autoridades polacas, y documentos que probaban la base de sus reclamos. Nunca logró recuperar ni un zloty partido a la mitad.

Hersh tenía un “socio” alemán, aparentemente Walter Toebbens, de manera que cuando las leyes raciales impuestas por los nazis llegaron a prohibir a los judíos poseer negocios y propiedades, todo fue traspasado este señor, y mi tío siguió trabajando con él. Cuando fue eliminado el Gueto de Varsovia en mayo de 1943, la fábrica fue trasladada a Poniatowa, en los alrededores de Lublin, unos 155 kilómetros al sur de la capital. En una historia que me imagino similar a la Lista de Schindler, sans la fin heureuse, la familia de mi tía abuela fue trasladada a Poniatowa con todo y fábrica. Poniatowa era inicialmente un campo de trabajos forzados, satélite del tristemente célebre campo de exterminio de Majdanek.

Se dice que inicialmente, alrededor de 1941 a 1942, el trato de los guardianes hacia los prisioneros de Poniatowa era moderado, porque se les consideraba trabajadores cualificados. Sin embargo, para cuando los judíos de Varsovia llegaron a Poniatowa en 1943, el panorama había cambiado radicalmente, sobre todo como reacción de los alemanes a los levantamientos judíos en varios de los principales guetos. Eventualmente la infame maquinaria del mal logró alcanzar a la familia Gutensztein-Mintz, que hasta ese entonces había sido protegida por su conocimiento de la industria y, quisiera pensar, su relación y amistad con Herr Toebbens.

A principios de noviembre de 1943 un importante contingente de SS llegó a Poniatowa, a llevar a cabo la Action Erntefest (Festival de la Cosecha). Los judíos de Poniatowa, la “cosecha”, unos 15.000 en total incluyendo a mis tíos, fueron llevados al bosque en los alrededores del campo en la noche del 3 de noviembre, donde fueron todos asesinados y enterrados en las fosas que los mismos judíos fueron obligados a cavar unos días antes. Hanka, no sabemos por qué o cómo, no estaba con su familia cuando los nazis los llegaron a buscar. Aunque luego fue a parar con sus huesos a otro campo de concentración, tuvo la suerte de sobrevivir hasta el día de su liberación.

La fecha de muerte de Hersh, y de Sara, y de Jaia y de Moshe, los papás y hermanos de Hanka, quedó registrada el 3 de noviembre de 1943. Ese día, Sole, a 7.200 kilómetros de ahí, nació en Costa Rica mi mamá.

Vos creerías, Sole, que cuando la historia te golpea así en la cara, no hay forma de negar el Holocausto. Que ante la evidencia viva de tanto sufrimiento, no hay espacio para antisemitismo. Que no hay espacio para que algo así se repita allá o en cualquier parte del mundo. Y sin embargo, Sole, no hay nada más lejos de la realidad.

Genocidios, sólo en los últimos 20 años, los ha habido en la antigua Yugoslavia, en Ruanda, en Darfur, y los sigue habiendo. Y antisemitismo, Sole, antisemitismo hay en todas partes. Como mañana, cuando esa piltrafa de Ahamdineyad suba al podio en la Asamblea General de las Naciones Unidas y desde allí se dedique a negar el Holocausto y a pedir la aniquilación del Estado de Israel. O, cuando eso suceda y nuestro embajador ante la ONU se quede sentadito en su silla impávido. Y, cuando termine el discurso, quienes queden en el foro, que serán los representantes de la mayoría de los países del mundo, con las honrosas excepciones de los Estados Unidos, los países de la Unión Europea, Australia, y un par más que lamento omitir por ignorancia, aplaudan con entusiasmo semejante violación de los principios básicos de la misma ONU. No, Sole, el mundo no ha aprendido nada. Ni en Sur América, Sole, donde vivieron el trauma de los “desaparecidos”, ni en Serbia, ni en Croacia, ni en Ruanda, ni en Burundi, ni en Sudán, han aprendido la lección. Pero lamentablemente tampoco han aprendido la lección quienes desde el Occidente postmoderno e ilustrado creen que ignorar las manifestaciones antisemitas las hará desaparecer. Por eso, Sole, los judíos adoptamos un lema tan simple: Nunca Jamás, Never Again.

Don Salo te diría que no tiene nada que perdonarte. Que para sobrevivir emocionalmente a las secuelas del Holocausto, no se puede andar buscando culpables. Que hay que escoger la vida sobre el rencor, la decencia sobre la indiferencia, como esos 12.000 judíos que se aferran a su vida en Berlín. Que vos, Sole, de haber vivido en la época del Holocausto, tendrías hoy tu sitio ganado en la Avenida de los Justos de las Naciones. Y yo tendría que estar totalmente de acuerdo con él.

Eli.

Originalmente publicado el 23 de setiembre del 2009 en Otro Vago Más. Lea la carta de Sole a Eli en Columnas.

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