En Santiago de Chile uno no puede acercarse a La Moneda. Ese mítico edificio donde Salvador Allende habló en su “momento definitivo” de las “grandes alamedas” está completamente sitiado por carabineros, la policía local.

Le resguardan del enojo y sus posibles consecuencias. El pueblo chileno está cabreado y eso se nota en las escenas que se pueden ver en las cercanías de la casa presidencial: comercios cerrados, ventanales con tablas de madera atornilladas a la pared, locales saqueados y los cajeros automáticos cerrados desde temprano.

Es fin de semana y el enojo espantó el comercio y la gente del centro. Por la Alameda, una de las arterias de la ciudad, camina una muchedumbre diversa en una misma dirección. Llevan pañoletas de colores, carteles con poesías, banderas mapuches y pañuelos verdes. Cargan botellas de agua, ollas y, según uno de los choferes que me movilizó luego por la ciudad, “mucha dignidad y enojo justificado”.

Es enojo por las jubilaciones precarias que fueron privatizadas, por los contratos temporales que duran 20 o 30 años y por los servicios públicos descuidados. Es enojo por las agresiones policiales, por la poca sensibilidad con la que las clases políticas han tratado la crisis y, fundamentalmente, por la desigualdad odiosa que carcome al país.

“Yo tengo que pagarle a una empresa española por tomar agua chilena. Eso enoja a cualquier weon, ¿ya?”, afirma indignado otro conductor. Hace referencia a las reformas de libre mercado que, en este país, se llevaron más lejos que cualquiera de la región. Se privatizaron los servicios de acceso al agua y se legalizó la venta, el arrendamiento y la especulación con este recurso vital. Eso, según sus palabras, “provocó un cóctel de molestias. Un desmierde”.

En las cercanías del Centro Cultural Gabriela Mistral tres galones de agua con bicarbonato estaban dispuestos en el centro de la plaza. Era la colaboración del instituto para neutralizar los efectos de los gases lacrimógenos. Estaban ahí porque a pocas cuadras el ambiente estaba tan cargado que era imposible caminar sin sentir el ardor en los ojos.

Cerca de ese lugar, por una calle paralela, otro grupo de manifestantes apareció corriendo por las aceras. Huían, apresurados, de una tanqueta militar que les había tirado minutos antes gas lacrimógeno. “Yuta asesina” le gritó enfurecida una señora de unos 50 años a la policía mientras le limpiaba los ojos a una niña pequeña que se los rascaba.

Los voceros del Gobierno aparecieron más tarde en televisión ese día. Prometieron que el lunes la normalidad regresaría a la ciudad, que más líneas del metro estarían funcionando y que estaban escuchando las demandas del pueblo chileno. Les escuché en un bar mientras comía y pensaba en todo el enojo que vi durante el día y en la sentencia de uno de los grafitis que leí en un edificio: “con desigualdad no habrá normalidad”.

Es lunes y todavía uno no puede acercarse a La Moneda. Todavía la resguardan del enojo.

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