No fue esa la frase que dijo Teresa pero no andaba lejos. Ayer, mamá estaba... ¿frustrada?
A ver. Usualmente se invierten los papeles. Yo llego y le doy cuenta del acontecer nacional de la semana y ella me tiene que levantar el ánimo, porque cada vez es más constante mi desazón. Acepto que el “momentum” de El Cementazo me hizo pensar que podíamos impulsar cambios necesarios a una velocidad digna de una tercera marcha y no de esa “primera” que nos suele caracterizar. Y claro, cuando pasado el efecto “bomba” y las prácticas usuales volvieron a manifestarse desde las más diversas sombras el ubicatex fue mayúsculo y doloroso.
Sin ir muy lejos: nada ha cambiado a la hora de elegir magistrados. Nada. La trama de “compadre hablado” sigue siendo la misma. ¡Secretismo por siempre! El otro referente es todavía más claro: dos años después nadie ha sido acusado de nada lo que viene a subrayar un escudo idiosincrático que nos caracteriza: la culpa siempre la tiene “otro”. Ni siquiera “el otro”, porque no es como que señalemos a alguien en particular. Simplemente “otro”.
Hay excepciones, claro. Doña Rocío Aguilar asumió su culpa y renunció. Algunos celebran, otros se lamentan, cada quien, como siempre, dependiendo de su visión de mundo y de lo que sea que esté defendiendo. Yo escucho tantos criterios como puedo para alimentar el mío pero si hay algo que tengo claro es que lo que ella hizo... acá... es excepcional. A otros les pide la renuncia el propio presidente y se abanican la solicitud entre risas y por supuesto, aludiendo al eterno complejo de víctima y persecución. Porque de nuevo: la responsabilidad siempre es de “otro”. Ella en cambio dijo: fui yo, hice lo que tenía que hacer, y si la institucionalidad determina que lo que hice estuve mal, me hago a un lado.
Diay: ojalá las Rocío fueran regla y no excepción.
Pero ahí tenemos a los rectores, que abiertamente han aceptado (no les quedó de otra) que le metieron una bailada olímpica a los estudiantes y a la opinión pública y aunque la renuncia se las pida el Papa Francisco mueren con las botas puestas convencidos de que lo suyo fue loable. Y eso es lo más triste. Porque no solo fue la trama completamente falsa que nos metieron sino la forma en que lo hicieron. Pasaron de un alarmismo falaz a la impertinencia y la prepotencia con una facilidad escalofriante. Y ni se despeinaron.
¿Reflexión? Cero. ¿Escucha al estudiantado? Cero. ¡Qué tristeza! Quien crea que esta trama se terminó de forma “feliz” debe irse alistando para las futuras noticias que surjan de la comisión que estudia el FEES en la Asamblea Legislativa porque les adelanto que no serán precisamente las mejores. ¿Y los estudiantes? Que le vaya bien, muchas gracias.
A eso se ha reducido la “autonomía” a olvidarse de que el centro absoluto y medular de nuestro sistema superior de educación pública es el estudiantado. “¿Tiene algún peso la solicitud de renuncia de los estudiantes o del Congreso?”, me preguntó Tere. Ninguno. Simbólico. Como decía Otto Guevara sobre la Procuraduría de la Ética y sus pronunciamientos: un saludo a la bandera.
La palabra “accountability” —hasta donde sé— no existe en español. La traducimos como responsabilidad pero yo me permitiría que va un poquito más allá. Alude realmente a dar la cara y no rodeos, a asumir, a enfrentar. Pero no, acá nos estamos acostumbrando a que ciertas personas en ciertas estructuras de poder ser pueden dar el lujo de pedirle a una oficina legal de prestigio que les redacte una carta y listo. Eso en el mejor de los casos. En el peor: bastará con hacer un berrinche en una conferencia de prensa y tratar a los demás como si el problema estuviera en las preguntas y no, para variar, en la falta de respuestas.
Nos falta mucho. Muchísimo. Entre tanto, seguimos, como decía un medio turrialbeño, tirando la mano y escondiendo la piedra. ¿Y los demás? ¡Porta mí!