En 4 3 2 1 de Paul Auster hay un pasaje que me resulta especialmente revelador. Stanley Ferguson, el padre de Archie, al ser interpelado por su hijo respecto a los oficios que desempeñó en el pasado, responde que antes se dedicaba a ser "cazador de fieras". Seguidamente, enumera una serie de portentosas aventuras entre las que sobresale el ascenso al Kilimanjaro, las luchas con furiosas serpientes gigantes y el avistamiento de una manada de dinosaurios en la sabana africana. A pesar de que Archie era lo suficientemente grande como para saber que los dinosaurios se habían extinguido millones de años, las historias de su padre le resultaban plausibles, no necesariamente ciertas, pero, digamos, verosímiles. O dicho de otro modo: las historias resultaban verosímiles, precisamente, porque era un padre quien las contaba.
Archie había nacido en 1947, era un babyboomer en potencia. Su padre provenía de una familia pobre y se había desempeñado como electricista antes de formar un próspero almacén. Y pese a que no pudo reclutarse en el ejército, pertenecía a esa generación que, al igual que los antiguos, era incapaz de reinterpretar el pasado desde otra perspectiva diferente a la poesía épica.
A menudo me pregunto, ¿qué contarán los padres de los padres de los niños actuales de Costa Rica? Sus dudosas hazañas, a menudo, tienen lugar en el ámbito del consumo: la larga fila que surgió cuando inauguraron Pops o el sonido sutil de los primeros carros japoneses. Es más, se diría que su interpretación del pasado está íntimamente relacionada con los procesos de devaluación.
Pero está, también, el militante de izquierda que marchó, obnubilado por la “Revolución”, contra Alcoa y contra el Golpe en Chile. El militante de izquierda que fue del pretil a las barricadas imaginarias y a las de adoquines. El militante de izquierda que asesinó al padre simbólico y lo sustituyó con el Partido.
Luego, ya se sabe, la “Revolución” devino en tiranía, la solidaridad internacionalista en PAE’s y gobiernos del PAC, y el pelo largo en calvicie chic de pensionado rentista. Hoy nadie puede dudar que el desencanto de la posteridad convirtió a ese militante de izquierda en un fantasma de sí mismo desprovisto de todo heroísmo. Y sus historias, aunque no aluden a dinosaurios ni a serpientes gigantes, resultan menos verosímiles que las del padre de Archie
Pero no fue siempre así. Nuestra generación (hablo de quienes nacimos en los años 80) cruzó por el cole y la U bajo la sombra de ese babyboomer totémico que, según su propia mitología, dejó crecer su barba y su cabello para erigir utopías de igualdad y libertad. Desde las aulas y las tribunas lamentaron que nosotros no éramos como ellos, que no nos interesaba el mundo y sus heridas, que no leíamos periódicos, que escuchábamos música en inglés, que nos pasábamos las tardes en centros comerciales, que el 30 aniversario de la muerte del Che nos pilló jugando Play y viendo partidos de Los Bulls. Y esos babyboomers totémicos, cuya generación había convertido la Soda Guevara en una fotocopiadora, se afirmaron ante nosotros con el mismo cínico autoritarismo del padre kafkiano:
Tú me animabas, por ejemplo, cuando desfilaba y saludaba, pero yo no era un futuro soldado.
Lo peor de todo: quizás, durante mucho tiempo, quisimos ser como ellos. ¿Acaso las protestas contra el Combo y contra el TLC, más allá de las determinaciones estructurales, no son susceptibles de entenderse desde nuestra compulsión por imitar a los babyboomers totémicos?
Jules Romain decía que sin la extrema juventud de los combatientes de la Primera Guerra Mundial, carnicerías como la batalla de Verdún nunca hubieran sido posibles: “Los jóvenes no piensan en el porvenir, no experimentan fácilmente piedad, saben ser feroces y divertirse”.
Los babyboomers totémicos, en tanto niños eternos, se apropiaron de nuestros cuerpos, como hostiles tiranuelos, y de ese modo siguieron siendo jóvenes a costa de nosotros. Escuchamos, a veces, la misma música que ellos escuchan porque cotizamos por su bienestar. Vivieron un mundo maravilloso sin VIH ni desempleo, soñaron un mundo sin clases sociales, nos heredaron un mundo con ríos contaminados e instituciones quebradas y hoy, en medio de una vejez vacía, se desmoronan cada vez que alguno de sus hijos no los llama.
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