Si bien es cierto que no todas las sectas cristianas persiguen los mismos fines, la historia del cristianismo muestra que lo que diferencia a las sectas del pasado de las actuales es el fino interés por la sumisión (o ideologización) de los fieles —claro, nadie puede negar que el carácter universal de la gran iglesia de Roma la convirtió en la primera transnacional—. La espiritualidad de muchas de las sectas es una ruptura con el mundo exterior demonizado a partir de la idea de una pureza doctrinal que raya en el extremismo y que exige un comportamiento unánime de parte de todos y cada uno de los fieles (comportamiento tribal). Esto último muestra la tendencia totalitaria detrás del reclutamiento religioso porque supone una sumisión innegociable.
Así como hay sectas que no pasan de ser grupos fanatizados alrededor del líder, también hay aquellas que, después de muchos años, son empresas multinacionales con una estructura piramidal, con obras a partir de una doctrina tras un proceso de formación sistematizado y con redes de difusión (canales de televisión y radio, por ejemplo). Estas sectas no solamente son un peligro para la libertad y espíritu crítico por la sumisión que exigen al creyente, sino que también son un peligro para la salud (sectas dizque "sanadoras" y cuyos fieles creen que su curación será milagrosa, no médica), para la educación porque comienzan adoctrinando a los niños hasta anular su personalidad, para las libertades democráticas al ser empresas multinacionales que buscan imponer sus intereses por encima del interés del pueblo so pretexto de una verdad absoluta (y la anulación de las contrarias), y para la integridad física de las personas cuyo fanatismo es tribal porque tiende al linchamiento de quienes consideran diferentes. Estos grupos degeneran en movimientos políticos totalitarios al estilo de buenos (¡!) católicos: A. Hitler (Alemania), B. Mussolini (Italia), Augusto Pinochet (Chile), etc. La unión de religión y política ha producido víctimas en todo el planeta y debe mantenernos con los ojos bien abiertos.
Muchas sectas manipulan y explotan a sus adeptos. Hoy sabemos lo que ocurre con los cantos repetitivos (por ejemplo ¡Aleluya!): predisponen para la euforia y la sumisión. Además hay grandes cantidades de horas de trabajo gratuitas que exigen un compromiso entusiasta de parte de los creyentes-soldado en ese ejército de salvación. Asimismo los líderes ejercen un control total sobre las vidas de los adeptos por lo que la vigilancia es un mecanismo esencial. Se pide dinero a los adeptos sistemáticamente sin transparencia financiera y sin pagar impuestos como cualquier otra actividad que genera dividendos (ganancias): nunca se ha visto un banco administrado por Dios en ningún país, aunque se diga que a Dios le gusta el diezmo. Les tienta el poder político, como a cualquier otra mundanal persona, pero lo disfrazan con discursos perfumados moralizando trivialmente todo lo que les parezca adecuado para llegar a servirse de las estructuras de poder (diputaciones, puestos municipales, la presidencia). Etcétera.
Ciertamente, lo anterior es posible por la crisis de las instituciones y el desencanto que estas han desencadenado. A cambio, las sectas venden la idea de que son diferentes a todas las demás instituciones, ofreciendo lo mágico, lo irracional, lo religioso como paliativo a la crisis de cualquier tipo. Es decir, le dan a los adeptos unos anteojos que no deben quitárselos jamás para que funcionen (¡!). Simultáneamente, la duda representa una traición hacia el grupo, el mundo exterior es el enemigo. Ante la exigencia y el progreso de la sociedad moderna, responden con la superstición: cuanto más absurdo, mejor. El problema no es el derecho a tener creencias, sino a querer imponerlas políticamente en detrimento de otras muchas creencias religiosas y no religiosas.
Como se observa, el problema no son los individuos creyentes, sino los mecanismos de tendencia totalitaria que están disimulados en estos grupos de fe. Aquí la labor de los periodistas de investigación y críticos de estos grupos es fundamental para que las infiltraciones en el poder democrático eviten el reclutamiento. Tolerar estas sectas intolerantes y totalitarias —y a sus líderes— pone en riesgo las libertades conquistadas en las sociedades democráticas.
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