Hay un cuento de Sam Shepard en el que un adolescente le pregunta a su padre cómo fue la década de los 80. El padre dice que no recuerda nada salvo que la economía iba fatal. No alude a canciones ni modas. No evoca películas ni conflictos. No hay Gorbachov, Reagan, Rambo ni Footloose. No hay matanzas, hambrunas ni guerra en Medio Oriente. No hay estadísticas ni argumentos sociohistóricos, tan sólo cesantía. Dice que ninguno de los titulares periodísticos tiene que ver con la realidad, que la realidad es un asunto interno y que las noticias son todas mentiras. La razón por la que las noticias son tan populares, añade, es porque se venden a sí mismas como verdades, y la gente prefiere creer en mentiras, pues la verdad resulta muy difícil de tragar.

Recientemente se ha desatado una campaña feroz contra las fake news. Podría decirse que el imaginario ilustrado parte de la idea de que estas son responsables de todos los males de nuestra sociedad: desde el fundamentalismo religioso hasta esa forma laicizada de fundamentalismo que conocemos como populismo nacionalista.

Muchísimos fenómenos históricos han tenido relación con fake news de la época. El levantamiento que hundió el Ancien Régime, por ejemplo, estuvo precedido por falsos rumores acerca del secuestro de niños. La guerra de EE. UU. contra España fue sustentada por una narrativa basada en la información falsa (este caso resulta interesante porque las noticias fueron divulgadas por el imperio mediático de W. R. Hearst). Es más, Umberto Ecosugirió que “la mentira” ha tenido un papel mucho más relevante que “la verdad” en la historia: la llegada de Colón a América se explica por la creencia en una idea falsa y los pogromos, entre otras cosas, se justifican a partir del dudoso contenido de Los protocolos de los sabios de Sion.

Ahora, para quienes no recibimos un salario por estudiar la realidad social, esta no existe más que como construcción subjetiva. Hay, por poner un ejemplo, una serie de indicadores que contradicen la percepción generalizada de que los gobiernos del PAC han sido un desastre. Se habla de control de la inflación, las exportaciones sostenidas, el tipo de cambio, Tesoro Directo y el crecimiento económico relativo en el contexto regional. Y no obstante, como en el cuento de Shepard, uno siente que la economía iba, sigue y seguirá fatal.

Desde ciertas posiciones se reivindica solapadamente la teoría de la aguja hipodérmica y se argumenta que todo es culpa de las redes sociales: que inoculan el veneno de la posverdad en las masas y que estas, pasivas y estúpidas receptoras, la reproducen y amplifican en detrimento de la institucionalidad democrática. Se apela a una repentina forma de neopositivismo, a una especie de dogmatismo del dato, ignorando que, precisamente, la existencia de fake news y la necesidad de fact checking bastan para demostrar que no existe una sola versión de “la realidad”.

Sospecho que la virulencia contra las fake news es análoga al rechazo contra la prensa sensacionalista y otras expresiones populares. Hay un habitus que atraviesa el consumo de ese tipo de productos culturales: los bárbaros leen sucesos y fake news, los iluminados leen opinión y verificación de datos. Es, en el fondo, la resistencia ante la resignificación no tutelada de la cultura por parte de los sectores subalternos. Y es, además, complacencia con el poder, pues los datos son el ámbito del statu quo.

En el cuento de Shepard el padre se resiste definir una época en función de sus argumentos sociohistóricos. A él únicamente le importa la percepción íntima de la realidad, quizás, porque sabe que donde los argumentos parecen tener efecto es en la repetición más que en el contenido semántico. Hoy hay cerca un millón 300 mil personas en Costa Rica (entre desempleados y subempleados) para quienes esta época tampoco tiene peinados de moda ni películas. En el futuro, los que sobrevivan, probablemente, no recordarán nada más allá de que la economía iba fatal por culpa del PAC.

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