El lenguaje consensua sentidos, alineando las interpretaciones posibles, primordialmente, por cuatro vías dadoras de significado: la autoridad lingüística (Técnica), los usos y las costumbres (Práctica), la academia productora de conocimiento (Ciencia) y la autoridad política (Poder).
Sin duda, de todos esos espacios de fijación semántica, el más arbitrario suele ser el Poder.
Y esto es así, desde que ejercer el poder consiste, esencialmente, en decidir. O dicho de otro modo: el Poder es, justamente, poder decidir. Lo que a su vez obliga a caer en cuenta de que, entre más discrecionalidad, mayor es el Poder, y subsecuentemente, la responsabilidad.
El derecho es una realidad paralela; una suerte de ficción política o una construcción de significados arbitrarios, que son lo que son, simplemente, porque el Poder así lo predispuso. Y, en ese tanto, el derecho se erige como la retórica del Poder y ya no solo como su recurso para disimular la violencia implícita en su ejercicio.
Dicho de otra forma: el derecho se impone como legítimo y razonable, en tanto sirve para disimular la violencia intrínseca en todo despliegue de Poder.
De tal suerte que, cuando por decisión política, el derecho deja de ser razonable, pierde también, irremediablemente, lo suyo de legítimo, dando paso a la arbitrariedad.
Erigiéndose, a partir de ahí, en una responsabilidad primaria de todo ciudadano con algo de arrojo y dignidad, la denuncia de cualquier abuso de poder que ocurra bajo su radar.
Parto de las anteriores consideraciones, advirtiendo a mis conciudadanos, los “gérmenes de abuso de poder” que porta en su ADN, un proyecto de ley que avanza en la Asamblea Legislativa, pretendiendo incorporar al ordenamiento jurídico costarricense, el inaceptable exceso que se ha dado en llamar: “Extinción de Dominio”.
Fui de los primeros en advertir, años atrás, sobre tan peligrosa iniciativa política. En aquel momento puntualicé, casi en solitario, sobre los pasajes que, desde la égida securitaria, venían a hiperempoderar al poder, en detrimento inversamente proporcional de la ciudadanía.
Ahora que el proyecto de ley está prácticamente cocinado por el oficialismo y sus “ad lateres”, son más los formadores de opinión que recién se suman a la crítica y se muestran preocupados.
Cabe decir, que tanto los que propusieron el proyecto antes como los que lo sostienen ahora, se han dado el gusto de concederse algunas licencias lingüísticas, con la deliberada intención de disimular excesos, doblegar guardias y soslayar garantías.
Recurriendo para ello a un sinfín de estafas verbales que pretenden inversiones lógicas, sin pagar el precio político derivado.
Indisimuladamente incurren, cuando menos, en tres clarísimas y típicas “estafas de etiquetas”.
La primera, pasa por sostener que el proceso especial para extinguir el dominio, no se dirige contra personas sino contra bienes. Lo que, en su máxima reducción “lógica”, supondría que detrás de esos expedientes judiciales, habrá cosas que valen per se, sin estar ligadas a un ser humano. Aún más, bienes que valen más que las personas. Y claro que, visto con tal ligereza, sí cabría evitarse las incomodidades que nos desvelan a esos que ellos etiquetan de “garantistas” o “puristas”; mientras nosotros, muy a la distancia, nos reconocemos más bien como humanistas y demócratas.
A esa misma altura, habría que aceptarles que no se extingue la propiedad de alguien sino algo así como bienes cuasiaéreos que flotan en un limbo y sin relación a un “Afectado” de carne y hueso.
Extinguiéndose, de paso, la inocencia de ese “Afectado”, desde que se presume su culpabilidad. Y, por defecto, se extingue su dominio sobre el bien perseguido.
Siguiendo por ese trillo, llegaríamos a la supeditación de la persona a la cosa, tal como era en un principio —y por los siglos de los siglos— hasta la llegada de la Ilustración. Hito a partir del cual, las primeras pintas de humanismo se impusieron, precisamente, sobre la cosificación de los seres humanos. Quedando así patente, la involución implícita en la extinción de dominio, como alternativa policiaca.
Debiendo quedar claro que no puede garantizarse el reconocimiento pleno del ser humano, allí donde no medie la tutela jurisdiccional efectiva. O lo que es igual: no es viable la República donde no se asegure un debido proceso que allane el camino a un sólido bloque de derechos humanos. En cuenta la propiedad, la libertad y el honor.
Pero aun quede un segundo bemol que ni siquiera los propios promotores de la Extinción de Dominio han podido desconocer, y que orbita en torno a la inversión de la carga de la prueba. Sin duda, un vicio procesal gravísimo, claramente inconforme con la Constitución y los instrumentos de derechos humanos ratificados por Costa Rica.
Algunos de esos neoinquisidores han venido a ponerse creativos —a estas alturas de nuestro desarrollo doctrinario y jurisprudencial— pretendiendo recalibrar todo el andamiaje sobre el que se asienta el Estado de Derecho, bajo la égida de lo que ellos mismos han dado en llamar: “carga dinámica de la prueba”. Expresión nada feliz, acuñada —hay que decirlo— en el marco de un recetario internacional que aquí se limitan a calcar, como si estuvieran rememorando sus obedientes e irreflexivos dictados de primaria.
Finalmente, una tercera crítica: los responsables de este ocurrente plantón frente a la criminalidad organizada, vienen afirmando, tan curiosamente como es posible, que la extinción de dominio está fuera del derecho penal. Pendulando más bien —según ellos— entre lo civil y lo administrativo.
Sorprendiéndonos, y no poco, semejante pirueta retórica y tan caro desparpajo político. Sobre todo al caer en cuenta —a partir de la sola lectura del proyecto de ley denunciado— de que su letra dispone, que durante la fase investigativa con miras a extinguirle el dominio a usted, a mí, o a cualquiera, el Poder podrá servirse de las potentes, insidiosas y hasta peligrosas herramientas reservadas a la jurisdicción penal.
En Costa Rica, si algo hace falta, es honestidad. Y ello implica decir las cosas como son, sin tanto cálculo ni disimulo. Evidenciando a los responsables de tanta estafa.
Quede claro, la “Extinción de Dominio” debe leerse en clave de lo que en realidad es: una gran estafa. La más antidemocrática de todas.
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