Socializando en una mesa de académicos y académicas de la lengua española, el en aquel entonces director, en un intento por animar la noche, contó una anécdota graciosa: después de mi conferencia, se me acerca una jovencita y me dice que la lengua española es machista, porque ‘triunfo’ es masculino y ‘derrota’ es femenina, y yo le contesté, bueno, si quiere entonces use ‘victoria’ que es femenina y ‘fracaso’ que es masculino. En la mesa se recibió el chiste con agrado, risa y palmaditas a la mesa.  Mi insolencia innata y mi feminismo incipiente no me permitieron quedarme callada, aproveché que casualmente el autor de la historia estaba sentado a mi lado y le pregunté si para él entonces la lengua no reproducía patrones machistas. La perplejidad en las expresiones y las mandíbulas abandonadas a la fuerza de gravedad me indicaron que el tema no era bien recibido. Para mi fortuna, otras personas se involucraron en la discusión —muy a disgusto del anfitrión— sobre la relación entre lengua y género. Comenzamos, hecho inusual, coincidiendo en que la joven del comentario confundía el género gramatical con el género. El hecho de que la palabra silla tenga género gramatical femenino, no la hace mujer; así como el que la palabra carro sea masculina no hace al carro un hombre. Después de ‘pule, limpia y da esplendor’, esta explicación se ha convertido en el emblema de la academia: el género gramatical y el género son cosas diferentes que no se deben mezclar.

Sin embargo, aunque desde la perspectiva gramatical resulte convincente, una vasta tradición de estudios ha mostrado que la asociación del género gramatical con características atribuidas al género no es casual, mucho menos inocua. Por ejemplo, un estudio con hablantes de inglés mostró que los niños tendían a atribuir género gramatical femenino a objetos de la naturaleza, como manzana, laguna, nubes o árbol; pero asociaban artefactos, como reloj, televisor, tijeras y sofá con el concepto de masculino. Se teorizó en ese momento que esta categorización se originaba en la división de roles que les son asignados a mujeres y hombres en la sociedad: las mujeres asociadas con el rol de la maternidad, más cercanas a la naturaleza y los hombres como creadores y trabajadores de herramientas y artefactos. Otro estudio comparativo entre el alemán y el español mostró que ambos grupos calificaban los sustantivos masculinos presentes en sus respectivas lenguas con mayor fuerza o potencia en relación con los sustantivos femeninos.

—El género es una construcción social y la academia no puede ser ajena a las relaciones entre la lengua y estas construcciones, alegué. Esto ofendió dramáticamente a mi interlocutor. Su reacción inmediata fue escalar un par de niveles en el andamiaje patriarcal permanentemente a su disposición hasta posicionarse por encima de los presentes apoyado en una estructura de poder que convierte cualquier cosa que diga en verdad, aunque no lo sea. Desde ahí, comenzó a lanzar comentarios que apelaban más a estereotipos que a argumentos, entre ellos, que las feministas pretendíamos llevar a los hombres a cámaras de gas y matarlos a todos. La apoteosis de esta perorata en defensa del estado actual de las cosas fue una pregunta seguida de una exclamación, enunciadas con evidente frustración: ¿Pero es que acaso no les hemos dado suficiente ya? ¡Ahora quieren cambiar la lengua también!

Vamos a desmenuzar esta pregunta-argumento. ‘Hemos dado’ es una forma verbal del verbo ‘dar’ conjugada en primera persona plural nosotros, es decir, incluye a quien habla, yo, más otros; se refiere a una colectividad en la que el hablante está incluido, en este caso, por el contexto, podemos deducir que la colectividad a la que se refiere esta persona es el grupo de los hombres. Por otra parte, ‘les’ es un pronombre de objeto indirecto que se refiere al ente que recibe una acción o un objeto producto de la acción, en otras palabras, es quien recibe lo que ese grupo conformado por ‘nosotros’ da. En ese ‘les’ están incluidas las mujeres, supongo. El verbo ‘dar’ es un verbo que implica volición, es decir, una persona ‘da’ porque quiere, porque tiene voluntad y capacidad para hacerlo.

Con base en esta frase, el conjunto de hombres decide cuáles son los derechos que se les dan al grupo de las mujeres. El mensaje también implica que las mujeres deberían estar agradecidas por lo que se les ha dado y dejar de pedir más. Evidencia la noción de que la autoridad es masculina, además, muy frecuentemente, blanca y europea. Aunque ya para este momento de nuestra historia esto ha sido dicho en numerosas ocasiones, parece que persiste la necesidad de recordarlo: los hombres no son los encargados de dar o quitar derechos, los derechos son inherentes a todos los seres humanos. Las mujeres no pedimos derechos, los tenemos.

Traté de mantenerme en mi centro durante la discusión, no me ofendí, ni siquiera cuando me llamó palabras más, palabras menos, feminazi. Mi feminismo intenta ser conciliador, aunque no siempre lo logre. En esta ocasión, logramos coincidir en que algunas iniciativas feministas que han surgido desde las universidades tienen poco asidero en la realidad, como, por ejemplo en el contexto estadounidense, el uso de latinx como forma neutral. Al respecto, es preocupante que se intente solucionar un problema de la lengua española usando los parámetros del inglés. La idea parece resolver patriarcado con colonialismo. Además, su uso plantea varias complicaciones: ¿Cómo se pronuncia? ¿Latinex, latinequis? ¿Cómo se pluraliza? ¿Latinexes, latinequis? Como lingüista y feminista, reconozco la buena intención, pero honestamente me es imposible verlo como una solución.

Reparamos también en el hecho de que, dado que los cambios lingüísticos enfrentan mayores dificultades para estabilizarse cuando son impuestos desde una institución, que la ruta del cambio lingüístico regularmente es desde los usuarios de la lengua hacia las instituciones (para cuando la Real Academia introduce un término nuevo en el diccionario, ya ha sido empleado por los hablantes por un buen tiempo; en otras palabras, la gente no necesita permiso de la academia para cambiar la lengua, lo hace todos los días) y que la ruta contraria es menos exitosa: el hecho de que se integre una palabra en el diccionario o se promueva en una universidad no significa que vaya a ser empleada automáticamente por todos los hablantes; la iniciativa conocida como lenguaje inclusivo enfrenta obstáculos que no son menores: se originó en un entorno académico, es compleja, difícil de explicar y entender para los usuarios de la lengua y además, hecho contradictorio, no tiene el apoyo de las instituciones de la lengua.

Este último aspecto es que me parece fundamental en esta discusión, ya que desde la Academia de la Lengua los esfuerzos por apoyar las luchas feministas han sido muy pocos —si es que ha habido alguno— y débiles. La conversación sobre la relación entre lengua y género está todavía vedada, desprestigiada, invisibilizada. El aporte en el tema se ha reducido a un enfoque completamente gramatical que recita casi mecánicamente ‘en español, el masculino es el inclusivo y el femenino el exclusivo’. Lo cual, siendo objetivos, no es completamente falso. Por ejemplo, si decimos ‘cuando regresen los estudiantes del recreo, vamos a iniciar la actividad’ se entiende que en ese grupo hay hombres y mujeres. Sin embargo, esta no es la misma situación en ‘los estudiantes que quieran unirse al partido político pueden firmar aquí’. En esta frase el masculino puede entenderse como exclusivo si los espacios en la política son comprendidos como ocupados predominantemente por hombres, por lo tanto, es lógico que las mujeres sientan que no están siendo incluidas en el sustantivo masculino plural si asumen que no tienen lugar en ese espacio.

Un enfoque gramatical olvida que las palabras por sí mismas no tienen significado. Las palabras son representaciones de conceptos, no son el concepto. El concepto es algo que entendemos con base en nuestras experiencias en el mundo, con cómo nos relacionamos con los elementos, las personas, con nuestro cuerpo y nuestro entorno. El contexto en el que aparece ese concepto va a modificar las asociaciones con otros conceptos. Entonces, si en la primera frase entendimos ‘estudiantes’ como un grupo de hombres y mujeres, es porque nuestra experiencia nos indica que en el contexto educativo ambos grupos están presentes. No obstante, si en mi experiencia y en la experiencia colectiva, un espacio está ocupado mayoritariamente por hombres, por ejemplo, la política, vamos a entender el concepto de ‘estudiantes’ como un grupo solo de hombres.

Para desambiguar una frase como esta, hay dos caminos: proporcionar más información o emplear un término menos ambiguo, entre las opciones concretas están: las personas que quieran unirse…, las y los estudiantes que quieran unirse…, el estudiantado que quiera unirse…, etc. Como vemos, ‘los y las’ es una elección entre muchas. Quienes se oponen al empleo de ‘los y las’ porque es incómodo, largo y complejo tienen otras opciones. El lenguaje inclusivo no se reduce al uso de ‘los’ y ‘las’, implica la consciencia de que las palabras que escogemos pueden excluir o incluir, discriminar o integrar a grupos tradicionalmente invisibilizados.

Con un cambio en la forma, algunos conceptos que están extendidos culturalmente, por ejemplo, asociaciones de profesiones a determinados géneros (las enfermeras), espacios ocupados tradicionalmente por un género (la construcción asociada a trabajadores hombres o las tareas domésticas, a las mujeres), pueden ampliarse si se agrega información. Cuando decimos los enfermeros y las enfermeras ampliamos el concepto empezamos a imaginar la enfermería como un espacio para hombres y mujeres. Un enfoque completamente gramatical niega la relación intrínseca entre lengua y cultura, pero sobre todo refuerza la idea de que cambiar la forma como nombramos las cosas no va a cambiar la realidad, lo cual es completamente falso.

La conversación sobre lengua y patriarcado terminó esa noche y cambiamos de tema. Pero el director seguía indispuesto. Unos minutos después, se disculpó y se retiró. Cuando estaba a punto de no despedirse de mí, me levanté y le dije: me alegro de que hayamos tenido esta discusión, es muy importante que haya espacio en la academia para esta y otras discusiones. Se le enrojecieron los pómulos y se le descuadraron los ojos. Ni siquiera me respondió. Lo dije con sinceridad, no había ironía en mis palabras, estoy convencida de que la academia tiene que abrirse al disenso, al cuestionamiento de la ideología imperialista trasnochada que la sostiene, así como a la inclusión de líneas de investigación y acción inclusivas, feministas y conciliadoras.

No se debe juzgar una institución por las acciones de uno de sus miembros; sin embargo, en este caso, sí parece representativo de una colectividad. El 27 de marzo de 2019, hace unos pocos días, fue inaugurado por el Rey de España, el presidente de Argentina, el director de la Academia de la Lengua Española y el secretario general de las Academias de la Lengua Española (si notaron, todos son hombres) el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española. El título de la noticia en la página oficial de la RAE recita: Felipe VI rinde homenaje a «la fraternidad hispanoamericana». En el programa no hay una sola alusión a la discusión sobre género. La palabra género no aparece en ninguna de las reseñas sobre el evento. En apariencia, todavía falta interés en conceptualizar el espacio de la academia como uno en el que se valide la relación entre lengua, género y discriminación.

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