El vaciamiento progresivo de poder que viene sufriendo el estamento político, encuentra su reflejo o contracara, en una burocracia hiperempoderada. En otras palabras: el vaciado de la democracia supone el llenado de la burocracia.

Jerárquicamente hablando, aquí puede ser que, a estas alturas, los que mandan sean los de abajo y no los de arriba. Simplemente, vivimos en el mundo al revés.

Seamos claros, si los incentivos salariales para los funcionarios públicos continúan dependiendo de unas evaluaciones de mentirillas que se limitan a repartir aplausos a diestra y siniestra, visto que los jefes –que son los evaluadores- le tienen pánico al enojo de sus subalternos, estamos ante un problema mayúsculo a la vez que ante una costumbre administrativa muy difícil de erradicar.

Por lo que partiendo de un escenario tan cínico y envilecido como el que los números demuestran incontestablemente, vale la pena rememorar algunas experiencias en la función pública, en cuyo marco, al calificar a los subalternos mediocres como tales, surgen reproches (in)fundados en que el resto de colegas y antecesores, siempre calificaron a los suyos como un dechado de “excelencia”.

La reacción ante el cambio que supone semejante sentido de responsabilidad y exigencia por parte del evaluador de la función pública, no se hace esperar. A partir de ahí, nadará contra una corriente de encono y mediocridad, que muy pocos se atreven a combatir.

Esa es por cierto, la vía más rápida para caer en cuenta de que el acoso laboral invertido (de subalternos hacia jefes exigentes y responsables) es más usual de lo que pensaríamos.

No hay forma más expedita para constatar que las redes y los anónimos sirven para venganzas pírricas y cobardes.

Así que vale la pena ampliar este análisis denunciatorio: el año pasado, en el Régimen de Servicio Civil, de 33.558 funcionarios; apenas 8 fueron calificados por sus jefes como deficientes y solo 41 como regulares.

Pero eso es un abrebocas para las delicias que nos depara todo el resto del aparataje público que no forma parte del Servicio Civil (maestros, policías, autónomas, semiautónomas y descentralizadas).

Por ejemplo, en seguridad, nadie fue calificado como deficiente y solo 10 como regulares. ¡De 13.000 policías!

Y en Educación, nuestro verdadero ejército civilizado, y dichosamente, el más numeroso (78.000 funcionarios), solo 21 docentes y 16 administrativos obtuvieron calificaciones de regular para abajo. ¡37 de 78000!

Por otra parte, en el PANI, con uno de los mandatos más delicados de la función pública (la protección de la niñez), ninguno de sus casi 700 funcionarios recibió una calificación inferior a buena.

Lo mismo con los casi 400 funcionarios del CONAVI, que resultaron de buenos para arriba. ¡Y nosotros de ingratos quejándonos de nuestra infraestructura!

Tómese nota de que apenas 1 entre 300 empleados del IAFA, obtuvo un regular. ¡Todos los demás, de buenos para arriba!

Beavoir pensaba que nadie es un monstruo si lo somos todos. Y mientras sea así: ningún funcionario será bueno mientras todos lo sean.

Sin diferenciación realista, no hay superación posible. Así como, sin evaluación verdadera, jamás habrá diferenciación seria.

Pero la anterior ecuación no estaría completa sin reparar en que tampoco puede haber jefe sin valentía, ni jerarquía sin autoridad.

Ese es el problema de un sistema basado en evaluaciones de “mentirillas”, que premia con incentivos de verdad.

Y ese problema ya no solo es burocrático sino esencialmente democrático, en tanto traslada el poder de los electos temporalmente a los no electos (tecnocracia). Pero, a la vez —y ello no es menos grave—, es una especie de placebo social o, lo que es igual, un gran engaño político, toda vez que la opinión pública, algo incauta, podría comerse el cuento de que las evaluaciones son rigurosas y servirán como instrumento para resolver la crisis del empleo público.

Por dicha los números y la experiencia no mienten.

 

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