La salida en falso de la representante en Costa Rica de Juan Guaidó –léase: de la oposición venezolana—, María Faría, merece el retiro de su credencial desde Venezuela o la declaratoria como non grata de parte de Costa Rica.

Ya se verá, para no descontinuar el relato oficial de la diplomacia costarricense, si desde Caracas deciden acreditar algún sustituto. Esa harina es de otro costal. Pero eso sí, esperaríamos que esta vez se estudie más seriamente la catadura y antecedentes del enviado, antes de concederle el beneplácito desde nuestra golpeada y cada vez más medrosa cancillería.

Apoyar a Juan Guaidó desde Costa Rica, como recurso para motivar la salida, tanto del déspota en que se convirtió Maduro, como de su camarilla de cleptócratas, narcócratas y autócratas —con Cabello a la cabeza desde luego—, no supone un “cheque en blanco” desde una República tan cuidadosamente edificada como la nuestra.

Quede claro a todas nuestras visitas en adelante, que la historia de estabilidad democrática, por la vía costarricense de los equilibrios, nos obliga como Nación, a subrayarle a quien sea, —sí, a quien sea—, que el Estado de Derecho aquí se respeta. Y nuestra cultura de parsimonia, alérgica a las altisonancias y extremos, tampoco puede soslayarse.

Una cosa es solidarizarse con un joven autoproclamado presidente en medio de una plaza pública, que pese a tanto y tanto, encendió la única y última luz de esperanza de una salida democrática en Venezuela. Pero otra muy distinta, tolerar torerías, improvisaciones y metidas de pata monumentales, como la toma por las vías de hecho de una embajada, en la oscuridad de la madrugada y sin que medie urgencia ni necesidad aparente. Mucho menos autorización ni coordinación oficial con el Estado anfitrión.

Lo anterior, sin obviar, claro está, el irrespeto palmario a la decisión del Presidente de la República de un gobierno soberano y solidario, que fijó un plazo —excesivo, eso sí— de dos meses, para la salida del país de sus antecesores diplomáticos.

Así no se hacen las cosas en ese mundo paralelo de la diplomacia, donde las formas no solo cuentan sino que determinan.

La incursión de Faría en representación de Guaidó —y de todos los venezolanos de bien que se oponen a Maduro—, tampoco ha sido conteste con los tonos acostumbrados por los costarricenses y los resguardos a los que invita nuestra cultura desde tiempos inmemoriales. Se trata de un cúmulo de valores que marcan un derrotero de sensibilidades muy particulares que, como mínima cortesía ha de registrar en su bitácora de vuelo, cualquier diplomático que alojemos, así se trate de alguien ducho o aprendiz, de un país más grande o más pequeño, de izquierda o de derecha.

¿Una “embajadora” colándose de madrugada en una sede diplomática, haciéndose acompañar de personas sin inmunidad, algunos, incluso, con pasado militar y en el peor de los casos —como podría suponerse— quizás armadas? ¿En Costa Rica?

Y para seguir agravando con realismo: ¿Qué sentido tiene una diplomática silenciada? ¿Acaso puede encontrarse evidencia mayor de autocensura que una representante de un “gobernante” pegado con la saliva de la comunidad internacional, escondiéndosele a la prensa y escudándose tras un abogado litigante que lleva semanas hablando en su nombre? ¿Habrase visto el espectáculo diplomático que supone “el representante de la representante”, a expensas de nuestra famélica cancillería? ¿Será que nadie nota que el plano de representación jurídica o abogadil no alcanza el nivel de lo diplomático ni pueden, bajo ningún supuesto, confundirse?

¿Será sostenible para Guaidó y las filas opositoras, con los retos inmensos que los desbordan y exigen por estos días, la depreciada figura de una novicia sin potencia retórica ni presencia diplomática, que se inmoló sin más y así de entrada, frente a la opinión pública de este país que la mandaron a cuidar como aliado estratégico?

¿Qué estuvo mal aconsejada? Entonces: ¿Habrá reparado en que la decisión última es siempre del aconsejado; nunca del consejero?

Finalmente: ¿Faltará algún otro motivo, gazapo, fallo, yerro, insulto o traición, para que Guaidó la destituya, o aún antes y en lo que interesa: para que el presidente Alvarado la responsabilice políticamente, declarándola non grata y haciendo así respetar la bandera que este pueblo noble le puso en el pecho, ordenándole cuidarla y dignificarla urbi et orbi?

En ocasiones, independientemente de las defensas y argumentos, se acaba el espacio político. Y a María Faría se le agotó en un rapto de incuria y por su sola cuenta. Por cierto —y cabe advertirlo—, sin derecho a enojarse más que con ella misma, y, si acaso, con su entorno. Dicho más en tico: con quienes la “embarcaron”. Pero con nadie más. Mucho menos con Costa Rica; a la que tanto debe ella, su familia y su país. Tampoco con los costarricenses firmes que por derecho de nacimiento nos indignamos por sus imprudentes desplantes e indefendibles malcriadeces, considerándola indigna de ser tenida como representante en un país que debería respetar no solo por ese encargo delicado que asumió, sino porque ahora resulta que también es suyo desde que adoptó la nacionalidad costarricense. Por cierto, otro descuido de la cancillería tica al reconocerla tan “a la carrera” para no quedarle mal al Grupo de Lima, entre otros.

Y es que si algo necesita Guaidó; si algo les habrá encargado con toda seguridad a sus “representantes” en el extranjero, sin duda pasaría por: 1) generar corrientes de opinión favorables al discurso opositor; 2) sensibilizar al resto del cuerpo diplomático afín, y desde luego; 3) acompañar al Estado receptor brindándole elementos políticos -ojalá también jurídicos- que le faciliten mantenerse solidarios con la causa que representa Guaidó.

A nada de ello puede abonar Faría a esta altura. El daño está hecho.

No encuentro razones, más allá del medianero cálculo que suele ser moneda común en nuestro enralecido ambiente político y diplomático, para omitir un llamado firme, digno, serio y responsable, para que en adelante la cancillería costarricense examine mejor cada caso, antes de seguir concediendo los beneplácitos sin valentía y manteniéndolos sin dignidad.

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