Una película. Una escena en una película. Una frase en una escena. Es todo cuanto contaré en esta ocasión.
Película: “Memorias del subdesarrollo” (1968), del cubano Tomás Gutiérrez Alea. Escena: la del juicio. ¿Qué juicio? Resulta que ÉL se ha quedado solo en casa pues su mujer se ha largado a Miami tras el triunfo de la revolución. ÉL, un hombre de treinta años, vaga por La Habana como un turista en su propio país. Un día, una chiquilla —no menor de edad, pero sí chiquilla— se atraviesa en su camino y ÉL termina llevándola a su casa y teniendo sexo con ella, pese a que es evidente que ella tiene sexo con ÉL porque quiere conseguir algo, no tanto un “te amo” como un “cásate conmigo”. ÉL es un burgués ilustrado, por así decir, de los que prefieren los museos a los autos descapotables; los balcones con vista al mar, a las piscinas; La Habana recién tomada por los barbudos, a Miami Beach.
Ella es parte de ese proletariado que aspira no se sabe muy bien a qué, se supone que a la dictadura del proletariado, aunque en el caso concreto de esta muchachita parece quedar contenta con unos vestidos que ÉL le regala con total naturalidad, hay que decirlo. ÉL parece buena gente. Ella anda husmeando entre las cosas de ÉL, abre el ropero y encuentra los vestidos caros de la ex. Llévate los que quieras, le dice ÉL y ella se los lleva, ni lerda ni perezosa. ÉL se ve muy seguro de que el castrismo no será flor de un día o al menos de que su mujer no va a volver con la misma talla a la isla dichosa.
Después, obvio, ÉL se aburre de la chiquilla. Las espectadoras siempre supimos que ella nunca sería ELLA. Ella es anodina, histeriquilla, majadera y de la clase que antes llamaban “baja”, lo cual no tiene nada de malo salvo lo que conlleva en las películas realistas y crudas: no habla idiomas, no ha viajado y no ha leído a Dostoievski, ¡imagínense!, así no hay quien se enamore.
Ella lo persigue, se pega al timbre, aúlla desde la calle, lo insulta mirando hacia arriba, pero él nada, oídos sordos, impávido en su balcón con vista al mar hasta el cual llegan con sordina los gritos de ella.
Ella se da por vencida, o eso parece, y se larga. Los espectadores, o por lo menos las espectadoras, nos quedamos a la espera de que aparezca la verdadera ELLA de la película, pero en vez de eso aparecen los padres y el hermano de ella, la tontica, en la puerta misma del apartamento burgués de ÉL, acusándolo a gritos de haber abusado de la criatura.
La espectadora sabe que eso no es así, y más lo sabe el espectador. Los hemos visto con nuestros ojos. Fue sexo sin sentido pero consentido entre dos adultos. Y lo llevan ante la justicia: a juicio vamos. Todo está en contra de ÉL, la diferencia de edad y, sobre todo, la diferencia de clase. ÉL tiene en el juicio algo del José K. de “El proceso” de Kafka, ¿cuál oscura premonición del régimen que se venía? ÉL, viendo cómo todo está en su contra, decide no luchar, sino dejarse llevar. Ahora que lo recuerdo, creo que incluso dice que está dispuesto a casarse con la mocosa. O sea, se entrega al absurdo, esperando que la verdad encuentre su camino. Y lo encuentra. Inocente, declara su Señoría. Inocente. El veredicto resuena en nuestros oídos mientras ÉL abandona la sala. Inocente. La imagen se congela. Y sobre la imagen congelada, la frase que se me quedó grabada a fuego. Dice ÉL en off: “Por una vez, se hizo justicia, aunque… Ellos son demasiado ignorantes como para ser culpables y yo sé demasiado como para ser inocente”.
Tenía que contextualizarla, pero si por mí fuera, esta vez mi columna sería solo esa frase. Sin más moraleja, sin más nada, sin más:
Ellos son demasiado ignorantes como para ser culpables y yo sé demasiado como para ser inocente.
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