El 2018 fue un año de golpes y pruebas para el sistema democrático en todo el mundo.  Discursos de odio y violencia triunfaron en las urnas y se convirtieron en el arma política de muchos.  Las campañas de noticias falsas desbordaron las redes mientras periodistas, y los principios que defienden, fueron perseguidos implacablemente e incluso asesinados de forma atroz. Vimos a gobiernos usando la fuerza en contra de su pueblo y fuimos testigos de los esfuerzos de muchos tiranos por silenciar a la oposición. Elegimos —porque siempre hay responsabilidad compartida— políticos populistas, leímos también a periodistas perezosos y vimos a ciudadanos tomando la justicia en sus manos. Perdimos mujeres a manos de sus parejas o de hombres que creían tener derecho sobre ellas. Escuchamos comentarios y vimos manifestaciones que pertenecen nada más en los libros de historia. Contemplamos la posibilidad de abandonar redes sociales para protegernos de su hostilidad y vivimos una campaña electoral que puso a más de uno a pensar en el autoexilio.

Me gustaría que un año tan agitado nos hiciera volver la atención hacia nosotros mismos y nos lleve a preguntarnos quiénes somos, qué compartimos, qué hemos perdido, qué podríamos perder y qué necesita cambiar.  Un amigo que partió de forma prematura este año se preguntaba precisamente sobre las lecciones del 2018.  Gerardo deseaba que fuéramos capaces de aprender de nuestros errores y actitudes para construir un país mejor. Con mucha sensibilidad advertía que la polarización, estrategia favorita de los populistas y extremistas de todas las vertientes políticas, es en realidad sumamente dañina para el Estado y para su fin último: el bienestar y los intereses coincidentes de los administrados.

Al fin y al cabo, es fácil hacer arder una ciudad. Se trata de encender una llama y verla crecer sin hacer nada.  Construir, reflexionar y dialogar son más bien tareas activas que han inquietado siempre a los tiranos y que resultan indispensables en un mundo y un país que necesita más que nunca de integridad, firmeza y solidaridad. Recientemente, algunos textos entre los que destaco un excelente discurso de la canciller canadiense Chrystia Freeland y un libro del historiador Timothy Synder, me han hecho pensar sobre uno de los mayores retos que enfrentamos: el debilitamiento, en muchos casos deliberado, de la democracia y del Estado de Derecho.

Los regímenes autoritarios buscan socavar la democracia y los derechos humanos con campañas de propaganda altamente sofisticadas, con acusaciones arbitrarias, con elecciones opacas. Pero las fuerzas antidemocráticas también están cerca de casa y toman muchas formas; desde el funcionario negligente hasta el discurso irresponsable que tacha continuamente al Estado y a todas sus instituciones de corruptas. El debilitamiento de la democracia se precipita también cuando la ciudadanía está desinformada, cuando nos desconectamos de la vida política o damos por sentado nuestros derechos.

Sabemos que la democracia no es un sistema perfecto, en ninguna parte. Incluso aquellos países con altos niveles de desarrollo libran batallas diarias para fortalecerla. Sin embargo, la democracia es el único sistema político que promueve una sociedad en la que todas las personas son iguales ante la justicia y ante el gobierno. La democracia prioriza el ejercicio pleno de los derechos humanos y ofrece libertad para cuestionar, criticar y replantear la forma de avanzar hacia el bien común.

Por eso, hoy, en memoria de Gerardo, quisiera compartir algunas reflexiones sobre las lecciones del 2018. Sobre mi convicción de que debemos trabajar todos los días para proteger la democracia y profundizar sus valores. Son siete lecciones que espero tener presentes cuando lea las noticias, cuando siga lo que ocurre en la Asamblea y cuando interaccione con personas que piensan diferente. No son ideas novedosas, sino una simple invitación a estar presentes, a no ser testigos pasivos del incendio.

  1. Necesitamos instituciones fuertes y transparentes. Las instituciones son la base de una democracia y por eso debemos protegerlas. Esta tarea implica la crítica constructiva, la vigilancia, así como propuestas para su mejora constante. La peligrosa tendencia a descalificar al Estado, no nos ofrece ninguna alternativa. Este último año he querido preguntar mil veces: cuándo no tenemos instituciones, ¿qué tenemos? Si una institución en particular no existiera, ¿quién se vería beneficiado? Y ¿Cómo? Valorar una institución y trabajar activamente para protegerla, sin importar si se trata de la Constitución, del voto, de las bibliotecas o de la educación pública, es una primera barrera frente al populismo y la tiranía.
  2. El discurso de odio es discurso de odio. No hay forma de justificar lo injustificable. La libertad de expresión no es una autorización para insultar y discriminar sin consecuencias. Quien llama a la violencia y usa esta libertad para negar derechos y deshumanizar al otro, la desprecia. Tampoco debemos guardar silencio ante estos discursos. No repetirlos no es suficiente. Debemos rechazarlos y condenarlos en las bromas, en la tele y, sobre todo, en las urnas.
  3. Hay que leer. Sin importar si son novelas, libros de historia o de política, la lectura nos enseña a pensar, nos da herramientas para reflexionar; ideas que expanden en nuestra mente el concepto de lo que posible y las palabras para expresar nuestros deseos. Las palabras importan. Sin la lectura somos más pobres, pero también una presa fácil. Un lector es una verdadera pesadilla para tiranos, grandes y pequeños.
  4. La empatía no es un cuento. Mi 2018 estuvo lleno de ejemplos de personas que se negaban a escuchar al otro y que se apresuraban a reafirmar su dominancia sobre la única y gran verdad. De igual forma, fui testigo de gran animosidad y de condescendencia hacia personas que no comparten nuestra opinión. Pero muchas veces tuve también la oportunidad de pausar ante una pregunta empática o ante un comentario que, con lucidez, cuestionaba alguna de mis afirmaciones. Cuánto podemos aprender cuando escuchamos. Ese gesto me permitió identificar errores en mi forma de comunicarme y me abrió puertas hacia ideas nuevas. La empatía es una necesidad, especialmente cuando muchos nos alientan a dinamitar los frágiles puentes que existen entre nosotros.
  5. La integridad y la ética importan. Importan en todas las personas. En los estudiantes, en los trabajadores, en la función pública. La ética inicia por llegar a tiempo, por hacer nuestro trabajo con diligencia, por cuestionar prácticas inadecuadas o ineficientes.Es imposible demandar de los demás aquello en lo que fallamos, así como resulta inútil defender la democracia si no tenemos ejemplos de personas competentes y de las diferencias que estas personas hacen en la vida de los demás.
  6. Creamos en la veracidad. El diario La Prensa en Nicaragua publicó el 18 de enero su portada en blanco. En una protesta contra los esfuerzos del gobierno de Ortega por censurarla, preguntaba “¿Se ha imaginado vivir sin información?”. Cuando renunciamos a los datos, a los criterios técnicos y científicos, a la contrastación, damos la espalda a la veracidad. Renegamos también de los medios y criterios para tomar decisiones y emprender reformas eficientes. Es necesario invertir en periodismo independiente, pero también que asumamos nuestro derecho a la información con responsabilidad.
  7. Finalmente, debemos tomar parte. Sí, una ciudadanía activa e informada es el terror de tiranos, populistas y mediocres, su mayor deseo es que una pequeña y selecta minoría sea quien decide sobre los grandes temas. Por eso, participar es un acto de resistencia. Esta participación implica levantarnos del sillón, salir del mundo de lo virtual y trabajar. ¿Cómo? Podemos hacer voluntariado, votar, escribir un artículo, hacer una pregunta, unirnos a un partido, enviar cartas a un diputado, reciclar, donar a una campaña, usar la bici o el bus, leer más, hablar con alguien diferente. Cualquiera de esas acciones tiene un impacto y demuestra un compromiso con algo más allá de nosotros mismos. El otro día leía a Carolina Hidalgo, presidenta del Congreso, decir que “en la política no hay sillas vacías”. Lleva la razón y vale la pena preguntarse quién llena la silla cuando nos rehusamos a tomar parte.

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