Ciertamente alarma y no poco, que un pueblo pierda la perspectiva, prescindiendo progresivamente también de la cultura. Esto es grave, porque de ahí a perder la cordura colectiva, es cuestión de tiempo.

Preocupante en suma, si fincamos la democracia liberal en esa especie de conciencia colectiva que hace las veces de pegamento social, a su vez, posibilitante del libre albedrío.

Debiendo quedar claro que no habrá mucho futuro allí donde no se perciban arrestos individuales para articular un mínimo de discernimiento colectivo.

Asistimos a un proceso de envilecimiento cultural cuyo peligro mayor deviene, justamente, de su imperceptibilidad para amplias capas de la población envilecidas que empiezan a ver normal lo que bajo ningún paradigma moderno podría serlo.

Primero fue la mal llamada “plaza” de la diversidad en la UNA. Un desarrollo dedicado a la juventud, la comunidad y el arte, que termino defenestrado desde que la cultura se convirtió en un pecado capital en este país que se sigue achicando.

Mientras el adjetivo “diverso” asustaba a unos, le aseguraba rédito politiquero a otros. Proviniendo siempre desde el margen, el efectista reproche fiscal que no suelta la cantaleta vergonzante: “para la cultura, no puede haber presupuesto mientras falten aulas, carreteras o quirófanos”.

Y así, por esos atajos de espejos empañados, se va directo hacia el guindo tercermundista de la incultura.

Pero no satisfechos con haber castrado a estudiantes públicos de una universidad fundacionalmente solidaria, y olvidado el beneficio comunitario que suponía para los heredianos un espacio de culturización que no han tenido, no tienen y al parecer no tendrán (al menos pronto); resulta que ahora la jauría de incultos de nuevo cuño van por el premio mayor: el Teatro Nacional.

¿De verdad somos tan pocos los que percibimos el trasfondo de una discusión tan anodina y por definición inculta? Alentando, sin embargo, el control debido que debería encabezar técnicamente la Contraloría General y no políticamente la Asamblea Legislativa.

Pero lo que no puede ser, es que ahora resulte, según los cada vez más confiados y empoderados (re)actores que vienen lanzando ese ataque desalmado a la cultura, que cuidar la joya de la corona, dándole lo suyo de mantenimiento y restauración, es “botar la plata”.

ADVERTENCIA: antes de contar hasta diez, saldrán de sus cavernas nuevamente los espadachines fiscales, con su perorata simplista al cuadrado: “no hay plata para esos lujos”. Y como no leen noticias internacionales —bien podría leerse nada más: no leen— ni se enteraron del reciente incendio en el Museo Nacional de Brasil, precisamente, por no actualizar el inmueble blindándolo a tiempo con modernas medidas de seguridad.

Pero nada de eso sorprende en el marco de una democracia tan “perfecta” que propicia autoridades que vienen, de un tiempo para acá, imponiéndose como el más fiel reflejo de aquello en que nos hemos convertido como país.

Quede claro: asistimos al prístino “performance” de los más incultos eligiendo a sus pares. ¿Acaso alguien esperaba un producto disímil?

Al fin de cuentas, si la mayoría tiene o no la razón, es secundario para esa misma mayoría. Lo importante para ellos es imponerse y punto.

Todo alegato contrario a la aplanadora mayoritaria estará contra “la razón” dominante, y por tanto, esa voz correrá el riesgo de ser linchada inquisitorial y democráticamente. He ahí, por cierto, parte del dilema democrático.

Y cuidado con asomar la idea de que, vista así, la democracia podría terminar siendo totalizante. Esa sí que sería una mala palabra, por lo demás, penada campechanamente con alguna forma de destierro.

La rabiosa incultura solo empatiza con esa sociedad del aplauso donde lo importante es no hacer olas ni enemigos. Por lo demás, característica de los pueblos chicos pero también de los infiernos grandes.

Aquí hay muchos —con toda seguridad más de la cuenta— evitando incurrir en el pecado mayéutico. Ese “error” que cometemos quienes cuestionamos el discurso dominante mientras se va a contramarcha de la aplanadora social.

Lo que sí sorprende —o debería sorprender al menos— es la enorme pasividad del resto. De esa minoría culta que se reconocía orgullosamente como tal y en ningún caso se intimidaba como lo hace ahora. Esa grey de la cultura no se daba por menos. Al contrario, defendía ideas y hasta principios. Pero hoy: o se cansó o resignó. Renuncia carísima en términos cívicos y éticos, hay que decirlo.

Semejante ataque a la cultura viene imponiéndose sin rubor ni resguardos, pero lo que es aún más curioso —y peligroso—, sin que se opongan mayores resistencias. Sin defensas oportunas ni suficientes. Sin gremios cultos —que los hay— haciendo oposición.

El silencio cómplice resultará siempre infumable para el intelecto honesto y valiente.

A las puertas del bicentenario, alarma tener que preguntar: ¿Por qué ni siquiera los gremios artístico y académico han tenido reflejos ante la embestida anticultural? ¿Será que las reservas morales hoy solo existen por vía de excepción en esta “Suiza” suicida?

¿Dónde están los historiadores, los bailarines, los pintores, los escultores, los dramaturgos, los músicos, los escritores, pero también, porque los hay: los productores cultos, los empresarios turísticos cultos, los periodistas cultos y la juventud culta, defendiendo lo que también les pertenece y conviene? Incluso preguntar: ¿Dónde están los políticos cultos?

En síntesis: ¿dónde se escondió —y desde cuándo— la gente culta? Pero sobre todo: ¿Por qué resignaron? ¿A qué se debe tan ominoso letargo?

Un país que prescinde de la cultura es un país inviable, una suerte de experimento social sin espíritu de lucha ni sentido cívico, un armatoste ahistórico renunciante de la diversidad y el carácter nacional.  Algo así como un Estado sin proyectos de Estado o un nostálgico complejo —porque ni siquiera alcanza como dilema— de Sísifo que, de cara al bicentenario, preocupa y ya no solo desluce.

Quede claro al menos esto: mientras los elementos que van poblando progresivamente el legislativo y el ejecutivo —con las salvadas y notorias excepciones conocidas— pertenezcan —orgullosos, además— al estamento más inculto de la población; el liderazgo será miope y el subdesarrollo progresivo. Lo mismo calza para la judicatura e incluso el empresariado.

O lo que es igual: mientras la incultura nos gobierne, la cultura seguirá desplazada. Porque de la incultura política a la incultura generalizada solo hay unos pasos cortos. La misma distancia a la que solemos colocarnos frente al espejo.

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