1. Los países, en varios sentidos, son un producto de la imaginación. Aunque quizá sus principales componentes sean de tipo material, los países adquieren el sentido que tienen sólo cuando los imaginamos.

¿Cómo aprendemos a imaginar nuestros países? Lo usual es hacerlo mediante las fantasías nacionalistas. Éstas suelen ser formas de imaginación estrechas, delirantes y agresivas.

El enorme poder de los nacionalismos quizá provenga de una conjetura insostenible que es, además, una forma inaceptabe de chantaje: sólo los nacionalistas aman a sus países. Pero sabemos que no es necesario ser nacionalista para amar a un país. Al contrario, los nacionalismos, cuando se activan como mecanismos de odio y discriminación, pueden convertirse en maneras de deshonrar a un país.

Albert Camus decía que él amaba tanto a su país que, por eso, jamás podría ser nacionalista. Si acaso es una forma de amor, el nacionalismo es una forma enfermiza de amar a un país. Su lógica, si es que hay alguna lógica en ese delirio colectivo, suele estar basada en una premisa perversa: el amor al país se revela despreciando culturas, acentos y creencias propias de otros países imaginados como inferiores.

Pero despreciar otras creencias es despreciarse, es mostrar la pobreza de una cultura que no ha sabido educar a los suyos en la tolerancia y el respeto. Si basamos nuestras interacciones en el desprecio, siempre terminamos despreciándonos a nosotros mismos, a nosotras mismas. Los nacionalismos, por eso, suelen ser desbordamientos emocionales morbosos y delirantes.

2. Por supuesto, hay otras formas, no delirantes, de imaginar los países. Los índices económicos, los de felicidad, los índices ambientales, pueden ayudar a comprender, de manera siempre limitada y discutible, cómo son los países. En Costa Rica contamos con poderosas herramientas de comprensión acerca de cómo es este país. Algunos son proyectos valiosos como el Estado de la Nación o los informes nacionales de desarrollo humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Se trata de documentos muy completos para entender cómo vivimos y convivimos quienes habitamos este país. Por desgracia, esos estudios son leídos solamente por unos cuantos expertos y las mayorías, a la hora de imaginar nuestro país, seguimos echando mano de los prejuicios.

3. Más allá de esos prejuicios o de esos estudios, hay otra forma, todavía no suficientemente explorada, de comprender cómo es este país. Se trata del modo en que recibimos a migrantes y refugiados. Las maneras de recibir e integrar a personas migrantes y refugiadas es una oportunidad para aprender a pensar quiénes y cómo somos. El trato que reciben las personas que llegan a Costa Rica desde otros países, para vivir su vida entre nosotros, revela quiénes somos y cómo son nuestras instituciones, nuestra legislación, nuestros gobiernos.

En el modo de acoger a los migrantes nos ponemos en evidencia. Funcionarias y funcionarios, gobernantes, vecinos y vecinas, compañeros y compañeras de trabajo, familiares, revelamos el mundo que llevamos por dentro cuando nos relacionamos con ciertos grupos de migrantes. Aunque sin duda hay expresiones valiosas de solidaridad y hospitalidad, a menudo ese mundo que mostramos cuando tratamos a los migrantes da miedo y da vergüenza por la violencia y el desprecio que contiene.

Por supuesto, en este país la violencia y el desprecio no sólo son sufridos por las personas migrantes. Hay ámbitos en los cuales tanto ellas como ciertos grupos de nacionales sufren igualmente prácticas opresivas y dañinas. Esto significa que cuando las sociedades son violentas con los migrantes expresan una violencia que también se extiende más allá y más acá de ellos. No inauguramos nuestra violencia ejercitándola contra los que vienen de fuera. Antes ya la hemos dirigido contra quienes han estado siempre aquí.

Así que el miedo, la desconfianza, y la sensación de amenaza ilustran algo que está más allá de los migrantes, algo que no comienza ni acaba en ellos, algo que también destruye los vínculos entre nacionales. Pobres, marginales, indígenas, minorías sexuales, adultos mayores, mujeres y jóvenes —independientemente de su nacionalidad— sufren aversión, persecución, humillación y muerte. Esto no implica desestimar la importancia de la violencia sufrida por los migrantes. De hecho, los migrantes, por su nacionalidad, padecen de manera magnificada la hostilidad de sociedades estructuralmente injustas como la nuestra. Pero aquí el punto es que si hay tanta hostilidad contra ellos es porque ya la hay, antes, en los lazos que hemos venido construyendo sin ellos. Lo que somos con ellos es también el resultado de lo que somos con nosotros mismos.

Así que las migraciones hacen evidentes las estructuras sentimentales y las formas de imaginación social de las culturas receptoras y expulsoras. El trato con migrantes, sobre todo si son pobres y vulnerables, ilustra el nivel de desarrollo humano de una sociedad.

Los migrantes no son dioses. Son seres humanos que traen muchas formas de riqueza. Una de las más apreciables es que nos permiten saber quiénes somos y cuál es el tamaño de nuestros miedos, prejuicios y aversiones. Son, en fin, una forma más precisa de imaginar los países, de imaginar este país.

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