Es curioso que en nuestro jardín político trasero desfilen tantos elefantes fosforescentes que, sin embargo, parecieran invisibles a los ojos de tantos transeúntes ciudadanos desatentos. Son evidentes armatostes retóricos que, no obstante, resultan imperceptibles a una mayoría que sigue su marcha como si “la cosa” no fuera con ellos.
Y una de dos: o nos estamos haciendo los tontos o lo somos y a carta cabal. No hay otra. Que cada quien jale para su saco.
Es mucho lo que se puede decir sobre esa ceguera que sirvió a Saramago a su tiempo como premonición genial de lo que hoy viene siendo inocultable: un nivel de tontería generalizada e intencionada.
Una suerte de ignorancia en defensa propia —podrían aducir los más avispados— ante este enralecido ambiente sociocultural, además, políticamente muy tóxico.
Se impone figurar esta afirmación desde el realismo político más desenfadado, sobre todo desembarazado de banderías o inclinaciones ideológicas. Siendo obligatorio aterrizar esta “denuncia” con ejemplos que superen las afirmaciones llanas y los diagnósticos puristas. Incluso esquivando el berrinche siempre previsible de los que se sientan ofendidos al plantarse este guante que venimos tejiendo.
Y es que esta figuración vale la pena ensayarla con un deliberado propósito: que cada vez más conciudadanos se curen de esa ceguera mental que aqueja a los que se han tapado los oídos y cauterizado todos los nervios que avivan las conciencias cívicas de los más lúcidos.
Por cierto, muy a tono con un recordatorio que se impone ineludiblemente: asistimos al producto de una generación entera que fue educada frente a una pantalla. Ya no en la mesa familiar, el aula o el libro. Mucho menos en el museo, el teatro o el púlpito. Aquí manda Facebook, Twitter, Google y todas sus primas. Sin negar a sus hermanas menores: las grandes cadenas de televisión y agencias de noticias de las que los telediarios criollos se erigen como simplonas repetidoras o zombis comunicacionales.
Así que dejemos de hacernos los tontos y profundicemos por cuenta propia. Algunos ejemplos servirán. O al menos esa es la fe de quienes mantenemos la conciencia crítica, cuan tábanos aristotélicos, procurando siempre la racionalización de esta adusta sociedad.
Basta una sola pregunta y varios casos: ¿De quién es la culpa?
Claramente no de los magistrados. Han sido los políticos de uno y otro partido, de hoy pero sobre todo de ayer, los que nos colocaron en esta delicada posición económica nacional. A la Corte ni siquiera se le consultó oportunamente ni se les invitó a dialogar.
Tampoco los sindicatos son los únicos culpables. Claro que hay abusos gremiales y muchos, pero cabe recordar que esa piñata sindical es producto de la chabacanería y populismo con que toda una generación de políticos rentistas y debilísimos liderazgos partidarios, nos han gobernado desde hace décadas.
Pero también es responsabilidad de los empresarios que financiaron campañas políticas y a cambio se aseguraron exenciones de impuestos absolutamente odiosas e insostenibles. Pero sobre todo de tantos políticos que corruptamente decidieron por décadas a quien sí y a quien no le daban ese “empujoncito” oficial.
Tampoco ha sido en el Poder Judicial, sino en la Asamblea Legislativa, y no pocas veces desde el Ejecutivo, donde se desplegó la estulticia e improvisación con absoluta impunidad, de crear instituciones carísimas, a diestra y siniestra. Complaciendo así cuanta ocurrencia diputadil, presidencial, ministerial o partidista, se lanzara a la mesa cada cuatrienio desde la chistera de todos esos magos que nunca se detuvieron a hacerse la pregunta clave. Muy lindas las riendas, la montura y la barbada. Pero: ¿Dónde carajos está el caballo?
A ninguno de esos políticos chatos e irresponsables se le ocurrió proyectar los costos en el mediano y largo plazo de cada una de esas trescientas instituciones burocráticas, su necesidad y lo más obvio: si alguna otra entidad ya estaba haciendo lo mismo o algo parecido y podía encargársele ese nuevo acento funcional.
Pero hasta aquí la mitad del cuento. No basta echarles la culpa a los políticos. Eso es miope.
El país ya no está para charlatanerías ni para reír semejantes gracias. Pongámonos serios que de Suiza poco o nada, de paz si acaso el recuerdo y de tolerancia mejor ni hablemos.
La verdadera responsabilidad política ha de cargarse compartida por todos los que votaron por candidatos a diputados neófitos y sin ningún mérito más allá de ser una “simpaticura de muchacho”, un exalcalde o regidor muy cumplidor o un bombeta de la política que había hecho “la filita” diligentemente —léase: calladito más bonito y obediente siempre luce mejor—.
La Asamblea Legislativa es un espejo de la madurez democrática de un país. Imagínense cómo estamos.
Y es así no por simple retórica. Es así porque si la mayoría de un padrón electoral se sintió identificado, no hay nada que contra argumentar: ese es el país que tenemos. Simple y llanamente, es lo que somos.
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