La oposición intransigente de los sindicatos al plan fiscal que se discute actualmente en el Congreso y su radical estrategia de “todo o nada” pueden resultar incomprensibles para más de uno. Sin embargo, Albino Vargas y los demás sindicalistas se comportan como agentes estrictamente racionales si pensamos en términos económicos. Una reforma del régimen de empleo público y la poda más o menos generalizada de pluses salariales implicaría una pérdida para los empleados públicos que representan, y no es de extrañar que los sindicatos objeten estas medidas. Si se les plantea que el régimen actual es insostenible o que el país está al borde de la insolvencia, su respuesta, naturalmente, es pedir un aumento de impuestos que permita a los empleados públicos seguir con su nivel actual de ingresos. No hay en esto nada de extraño; al contrario, es enteramente predecible.

Cabe aclarar que los sindicalistas no están solos en esto. En días pasados la ministra de Hacienda reveló que todos los grupos económicos del país le han planteado que “este país necesita la reforma porque sin esta reforma no vamos a salir adelante” para luego añadir que necesitan un tratamiento diferente al del resto. Si la oposición sindical al plan fiscal es más visible es porque sus métodos (huelgas, bloqueos) son más ruidosos, pero las cámaras empresariales, con su cabildeo permanente entre las sombras, no son menos responsables del atolladero en que se encuentra el país.

Para entender la situación puede resultar útil repasar el dilema del prisionero, quizá el caso más famoso analizado por la teoría de juegos (rama de la matemática que se ocupa del estudio de interacciones estratégicas entre agentes racionales), el cual ha sido utilizado para explicar toda una serie de situaciones donde el interés individual y el colectivo no coinciden. En este juego, dos miembros de un grupo criminal están siendo interrogados en habitaciones adyacentes, sin poder comunicarse entre sí. Cada uno tiene dos opciones: delatar a su compañero o callar. Si ambos callan, cada uno recibe un año de cárcel. Si uno calla y el otro no, el delator sale libre y el que no habla recibe tres años. Si ambos delatan al otro, cada uno recibe dos años.

La tensión en este juego nace precisamente del conflicto entre el interés racional de cada individuo y el interés colectivo: a los dos les convendría callar pero, como no pueden comunicarse con el otro, a cada uno le conviene confesar. Resulta evidente que el mejor resultado individual, para cada uno de los dos, es ser el delator mientras el otro calla. Y, dado que el peor resultado individual para cada uno es callar mientras el otro confiesa, los incentivos se alinean claramente hacia la delación: independientemente de lo que haga el otro, delatar siempre conlleva un mejor resultado. La mejor estrategia es egoísta y el desenlace es previsible: ambos delatan al otro, y cada uno recibe dos años de cárcel en vez de uno.

En este momento, nuestros grupos de poder están desarrollando una versión tica de este “juego”. Hay un consenso general de que es necesaria una reforma, pero ninguno quiere pagar los costos que implica. Lo mejor para el interés colectivo sería que cada sector ceda un poco para que el país siga adelante con las menores pérdidas posibles: se eliminan pluses salariales, se sube el impuesto a la renta, se generaliza el impuesto al valor agregado, se eliminan exenciones, etc. Sin embargo, el mejor resultado individual para cada grupo es que todo los demás cedan y ellos no, mientras el peor sería que solo ellos paguen. Y aunque en nuestro caso, a diferencia de la teoría, los actores pueden comunicarse entre sí, ninguno de estos grupos confía en los demás. Por lo tanto, todos tratan de evitar pagar su parte, con el resultado probable de que nadie pague, la reforma siga trabada o se diluya hasta volverse insuficiente y el país quiebre.

Repito: lo que hacen los grupos de poder es, económicamente hablando, racional. El hecho de que esta estrategia lleve al desastre demuestra los límites de esta racionalidad, como ocurre con el cambio climático donde, nuevamente, para cada actor el mejor resultado posible es que todos recorten emisiones con su sola excepción, lo cual puede tener como consecuencia que nadie las recorte.

Esto no implica que sea imposible resolver nuestra situación. Diferentes estudios han mostrado que si el juego se desarrolla a lo largo de varios “turnos”, la mejor estrategia deja de ser un egoísmo puro y pasa a ser un altruismo calculado que busca generar beneficios recíprocos. Cuando los diferentes grupos sientan el agua al cuello, cuando se huela en el aire la trampa que nos va a llevar a todos si no hay una reforma adecuada, es posible que haya un cambio de actitud y que se llegue a algo así como un acuerdo equilibrado. También es posible que uno o dos grupos se salgan con la suya y obliguen al resto a pagar el precio del ajuste mientras ellos disfrutan de sus ganancias. Y, por supuesto, también es posible que no se tome decisión alguna e ingresemos en una prolongada crisis social.

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