Costa Rica no podía pasar, en menos de tres décadas, de ser el país más equitativo de Latinoamérica a ser uno de los más desiguales, sin que ello tuviera graves repercusiones. Ahora las estamos viendo en la calle, las redes sociales y los medios digitales. La discusión de la reforma fiscal ha dado lugar a un estallido de indignación que vino acumulándose por muchos años, y que no escucha ni atiende razones.

Todo se resume en una frase: Que paguen los otros. En ese pleito estamos mientras el barco se hunde. La inequidad costarricense, no obstante, es distinta de la normal, de empresarios ricos y trabajadores pobres. Por supuesto que los hay, evidentemente. El modelo económico que nos sacó de la crisis de 1980 abrió muy buenas oportunidades para la gente vinculada al sector externo de la economía (exportaciones, servicios, turismo), pero muchos quedaron por fuera, y los programas sociales no han logrado cerrar la brecha.

Alguna gente prosperó mientras otros siguieron pobres. Pero aquí tenemos además un tercer actor: una alta burocracia que gana más que la inmensa mayoría de los empresarios, ya sea por salarios o por pensiones. El mejor gerente privado del país se pensiona con 1,5 millones de la CCSS; muchos profesores universitarios se pensionan con cinco veces eso. Y si sumamos magistrados y jueces, gerentes bancarios y muchos otros, vemos que configuran buena parte de la clase alta del país, y pesan considerablemente sobre las finanzas públicas. Todo eso lo resiente la gente, y mucho.

En democracia, los mecanismos para corregir la inequidad son la reforma del Estado y la reforma fiscal. Ambas han sido postergadas, una y otra vez, por politiquería de todos los colores. La clase política no ha estado a la altura del desafío, y la sociedad civil tampoco. En consecuencia, nos hallamos ahora en una situación límite, en la que el efecto acumulado de tantos años de inequidad le nubla la razón a muchísima gente. Hay quienes quieren que todo se arregle ya, de una vez por todas, olvidando que lo que está planteado en la Asamblea Legislativa no es una revolución liberal ni una revolución socialista, sino simplemente una reforma fiscal.

Si quieren hacer la revolución liberal, o la revolución socialista, los caminos son otros. Ahora de lo que se trata es de que el país siga siendo viable.

Lo que sí cabe preguntarse es si la reforma planteada agrava el problema de la equidad o si contribuye a resolverlo, aunque sea en escasa medida. Una reforma que eleva las tasas del impuesto a la renta y a las ganancias de capital; que extiende el IVA a los servicios, donde se encuentra gran parte de la elusión actual, y que pone límites a las remuneraciones de una privilegiada burocracia, no puede calificarse como regresiva, y menos aún con el argumento, enteramente demagógico, del 1% a la canasta básica.

Por supuesto que queda mucho por arreglar, sobre todo en términos de eficiencia del Estado y la ejecución del gasto público, pero es lamentable que debamos hablar de todo esto en medio de un clima envenenado por décadas de inequidad acumulada. Ojalá los diputados, sobre quienes recae a fin de cuentas la responsabilidad de lo que se haga o se deje de hacer, sepan ponerse por encima de eso y pensar con claridad en el bienestar de todos.

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