A principios de los años 90 el politólogo Samuel Huntington expuso la famosa y polémica hipótesis de que en el mundo de la postguerra y post-caída de la cortina de hierro, la causa fundamental de conflictos en el mundo no eran la ideología ni la economía (comunismo versus democracia liberal), sino los choques entre civilizaciones. Es decir, choques entre grupos o pueblos de distinta etnia, religión, tradición histórica y otros rasgos identitarios. Si bien él se refería principalmente a las relaciones internacionales y al reacomodo este-oeste, es inevitable ver el paralelismo entre las dinámicas globales y aquellas más tribales que ocurren a lo interno de los países.

A la vez que se forman grandes bloques internacionales con intereses y objetivos comunes, varias naciones se van desgajando internamente conforme los diversos grupos invocan sus identidades particulares y exigen reconocimiento. Así, la lengua, la raza, la religión (o su ausencia) y otros rasgos culturales podrían desplazar a la nacionalidad formal como la fuente principal de identidad. Cuando se basa en esos elementos, decía Huntington, la identidad aumenta los extremismos porque aumenta la sensación de que de un lado estamos “nosotros” y en el lado opuesto están “los otros”. Por otra parte, gracias al alargamiento de la expectativa de vida, nunca antes en la historia habían coexistido tantas generaciones distintas y, por ende, tal multiplicidad de sistemas de valores y de visiones del mundo.

Las identidades basadas en diferencias culturales no se limitan estrictamente al factor específico que nos define como “nosotros” (el género, la religión, la raza, el grupo etario), sino que se extienden a temas de política pública. Entonces, “nosotros” y “los otros” ya no solo nos diferenciamos en blancos o negros, si creemos en Dios o no; sino que también tenemos visiones distintas sobre la inmigración, el comercio internacional, el gasto público y los impuestos, los derechos humanos, la educación, el medioambiente, el límite exacto donde termina el poder del Estado frente el individuo o qué significa, por ejemplo, ser iguales ante la ley.

El debilitamiento de los partidos políticos y el des-dibujamiento de las ideologías han contribuido enormemente a fermentar el choque de identidades (o “civilizaciones” en términos de Huntington). Lo que nos diferencia no son ideas, sino creencias y dogmas; no es lo que pensamos, sino lo que somos. Eso traslada las divergencias al plano personal; entonces, en vez de discusiones fundamentadas con argumentos y datos, lo que hay son fusilamientos irracionales del “otro”, a menudo usando los mismos métodos que se critican. Cuando lo hacemos “nosotros” está justificado, pero es inaceptable cuando lo hacen “los otros”. Atacamos a los mensajeros porque no nos interesa o no somos capaces de desmontar el mensaje.

Las redes sociales no solo han visibilizado las diferencias, sino que las han exacerbado por la mayor y más frecuente interacción. Las burbujas de socialización creadas por los algoritmos que nos conectan más con quienes refuerzan nuestra visión y creencias, más la creciente interacción antes imposible entre personas y grupos con visiones contrapuestas, magnifica las diferencias y produce una animosidad como bola de nieve.

Los que se molestan por el “imperialismo de los derechos humanos” y los que desprecian a los “fundamentalistas” y “primitivos” —términos mucho más suaves que los que vemos en redes sociales de parte de los distintos bandos—, no ven a los otros como personas que piensan distinto, sino como enemigos. Ni siquiera porque cambiamos de bando según sea el “trending topic” que nos induce a aliarnos con tal o cual facción, nos percatamos de que es mucho más lo que tenemos en común, que los que nos diferencia.

Uno de los factores que agravan la antipatía por “los otros” es la forma en que la manifestamos. Antes de la existencia de las redes sociales había una clara distinción entre el lenguaje oral y el escrito; al redactar un discurso o una carta se estilaba formalidad y cortesía. En el caso de los políticos, los profesionales y otras figuras públicas, el lenguaje escrito era la norma aún en una conversación en vivo; el lenguaje coloquial se limitaba a los círculos íntimos. El ejemplo más obvio de rompimiento con esa tradición lo encarna Trump, que se expresa en público y escribe sus tuits tal y como habla con sus amigotes: con vocabulario de “locker room”.

Aquí lo hemos visto en médicos, sacerdotes, asesores parlamentarios, artistas e influenciadores de todo pelambre. Personas con formación académica y supuestos valores cristianos, creen que Facebook, Twitter, WhatsApp y las demás redes son recintos íntimos en los que pueden expresarse sin consecuencias de formas que usualmente están reservadas para contextos íntimos. El exabrupto cometido por alguien genera reacciones de igual o mayor agresividad; las redes son enormes cámaras de violencia y vulgaridad verbal que magnifican las divergencias.

Los memes, los insultos y las etiquetas peyorativas empobrecen el debate público e impactan negativamente lo que pensamos y sentimos; pero lo más preocupante no es esa forma hostil en que estamos expresando nuestra antipatía hacia “los otros”. Lo más grave son los sentimientos subyacentes: la intolerancia, el desprecio, el odio; y la consecuente desmembración de la identidad costarricense. El choque creciente entre las civilizaciones que convivimos dentro de nuestro país es veneno para la paz social y para la convivencia democrática. En lugar de contribuir a la innovación y al enriquecimiento de nuestra idiosincrasia, la fricción cultural está saboteando la capacidad de ponernos de acuerdo y de colaborar en la solución de los problemas cada vez más graves que nos aquejan.

Ronald Heifetz, el gurú de ejercicio de liderazgo de Harvard, dice que las palabras acarrean consigo una memoria antigua que podemos descubrir recurriendo a su etimología. Conocer las raíces y las derivaciones de las palabras que usamos nos muestra conexiones ocultas con otras palabras; al explorar esas conexiones no aparentes descubrimos capas de significados subterráneos que se manifiestan en las dinámicas sociales. Por eso cierro esta reflexión invocando la palabra moderación. Moderación deriva de la raíz indo-europea med- que significa tomar medidas apropiadas, dentro de límites razonables. Otras derivaciones de la raíz med- son modestia y medicina. Tener modestia sin duda conduce a la moderación en el actuar y en el hablar. De ambas medicinas está urgida nuestra convivencia.

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