No me gusta el tono fatalista y catastrófico con el que se quiere pintar los acontecimientos que, entre otras cosas, acabaron con una de las más fugaces presidencias de la Corte Suprema Justicia durante la Segunda República. No son muy usuales los estudios sobre sistema de justicia, sin embargo existen y de ellos habría que echar mano para entender con rigor y seriedad qué está pasando y qué podemos esperar. La crisis que atraviesa el Poder Judicial es acaso, antes que el apocalipsis institucional que algunos anticipan, una oportunidad valiosa para reflexionar sobre cómo queremos encajar nuestro aparato judicial para las décadas que vienen.
En los años ochenta, inició en América Latina un largo proceso de reforma judicial; pero hay que entender el contexto en que se dio. La inmensa mayoría de la región salía entonces de periodos de inestabilidad y autoritarismo. Dejar atrás aquellos años, desde las dictaduras del Cono Sur hasta las cruentas guerras civiles de Centroamérica colocó los focos de la cooperación internacional, entre otras urgencias, en la necesidad de construir poderes judiciales robustos e independientes, en profesionalizarlos y dotarlos de herramientas que, de algún modo, contribuyeran a alcanzar mayores niveles de seguridad jurídica e, indirectamente, de desarrollo económico.
Costa Rica por sus entonces excepcionales condiciones se sumó a la ola reformista, pero a partir de peculiares circunstancias de estabilidad política. Por lo tanto, la reforma judicial caminó a otro ritmo. Y hubo avances: cambios legales que dotaron de más independencia a los jueces y agilizaron procesos, aumento del número de fiscales por cada 100 mil habitantes, fortalecimiento de instituciones auxiliares como el OIJ, la Escuela Judicial y la Defensa Pública, etc.
Sin embargo, como en buena medida la reforma estuvo aupada por el propio vértice de la institución, una verdadera rareza si se compara con lo que sucedía afuera, pues allí fueron las agencias externas las que la pilotaron, el resultado fue que hubo casi ningún cuestionamiento, y, en consecuencia, casi ningún cambio de fondo sobre el quehacer de la cúpula judicial. A inicios de los noventa, se creó un Consejo Superior que en lugar de despojar de responsabilidades administrativas a la Corte Plena, como se prometió, terminó compartiéndolas con ella en una suerte de bicefalia competencial que burocratizó aún más al Poder Judicial acentuando su añeja estructura napoleónica.
Una institución que avanzó a medias, pero que se ha mantenido atrapada en una forma de organización decimonónica y vertical de la cual la Magistratura se alimentó para ejercer un poder absoluto que confundió lo jurisdiccional con lo administrativo y con lo político. Y no por mala fe o corrupción sino por un diseño institucional que lo propició. Solo eso explica los enormes privilegios de los que ha gozado, privilegios que, como ejemplo, le permitió aprobarse aumentos salariales, hace una década, que la sitúan mejor pagada que la española, la belga, la portuguesa o la sueca –de acuerdo con el estudio que publicó el Consejo de Europa en 2014–. En definitiva, el resultado fue una institución muy desacostumbrada a practicar verdaderas formas de accountability horizontal o que, en el mejor de los casos, reemplazó la rendición de cuentas con publicar informes, que seguro nadie lee, con datos y números sobre aspectos que, si no se dice cómo impactan la vida de las personas, son insustanciales, como los edificios que se construyen, los circulantes de los despachos o las mejoras en equipos tecnológicos.
La salida del presidente Chinchilla es síntoma de algo mayor
Ni siquiera se tenía claridad sobre el procedimiento disciplinario por los evidentes vacíos legales, el secretismo y la porosidad del trámite. Y no se tenía claridad tampoco porque en la Costa Rica de 1949 y en la Costa Rica de 1993 –cuando se reformó la Ley Orgánica del Poder Judicial– prever el cuestionamiento a un magistrado era poco menos que escandaloso. Pero en la Costa Rica de 2018 la realidad es otra. Hoy entendemos que todos los actores políticos, y los magistrados lo son, deben rendir cuentas. El simbólico estrado de la Corte Plena que pone a sus miembros varios metros a ras del suelo petrifica la visión más rancia de una justicia casi sacerdotal. Una que los tiempos han alcanzado y pasado por delante.
El affaire de la Corte no debe confundirse con linchamientos ni con el debilitamiento de la independencia de los jueces. Ese es un argumento inútil porque lo que aquí estuvo en juego fue diferente. Fue que, más allá de lo que pasó en un expediente concreto o lo que se resuelva en el futuro en lo que aún está pendiente, a los magistrados se les impusiera una sanción distinta a la que en casos casi idénticos –impericia en el manejo de pruebas o errores administrativos de la misma naturaleza– supuso, incluso, la revocatoria del nombramiento de jueces y empleados judiciales de menor rango.
Como quiera, tenemos al frente una extraordinario momento para impulsar mejoras. Se deben reformar leyes sí, y más. Los magistrados deben priorizar las tareas jurisdiccionales, limitar sus competencias administrativas y de gobierno judicial, eliminar su incidencia en el nombramiento de los jueces de otras instancias y revisar prerrogativas que parecieran injustificadas –lujosos vehículos discrecionales, número de asesores y remuneraciones–. Más que quién elige a los magistrados, y el disparate de crear nuevas burocracias para sustituir al legislador, la pregunta es cómo se les elige, urge levantar cortinas para que, para empezar, el proceso de selección de los nuevos miembros de la Corte Suprema sea tan abierto y transparente como nunca antes, que las audiencias de la comisión se transmitan por los medios y se siga una metodología que implique a la sociedad civil. Que sepamos quiénes son los elegidos y, fundamentalmente, por qué.
El mayor desafío quizás sea vencer una cultura jurídica, de la que somos tributarios, de cortes y cortesanos. Así ha sido la dinámica históricamente. Debe ponerse en valor lo que se ha hecho bien, que no es menor, y admitir que, tal vez un poco tarde, ha llegado la hora de modernizar a la Corte, en sus formas, en sus atribuciones y en su vinculación con el poder, que hacerlo es proteger la democracia y una tarea, como casi todas, que solo se puede hacer de manera compartida y dialogada. Un reto adicional a los muchos que demanda el país.
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