Desde hace más de un cuarto de siglo se comenzó a hablar en América Latina de la necesidad, como parte del fortalecimiento de los regímenes democráticos, de reformar los aparatos judiciales de la región. Independencia judicial, gobernanza, acceso a la justicia, reformas legales, infraestructura hicieron parte de una larga lista de temas que debía acometerse.

Uno de los avances más significativos fue la introducción de la carrera judicial en la década del 90. Hoy los jueces acceden al puesto a través de concursos públicos; antes debían ser ratificados cada 4 años lo que permitía toda suerte de purgas a partir de soterrados y espurios criterios de exclusión. Teóricamente, el propósito era garantizar la idoneidad del funcionariado jurisdiccional a través de la valoración de unos requisitos objetivos. La situación ha mejorado, aunque todavía se conservan importantísimos márgenes de discrecionalidad en los nombramientos, depositados en el vértice del Poder Judicial –Consejo Superior y Corte Plena–.

Sin embargo, en el proceso de reforma judicial, la Magistratura quedó ausente de cualquier retoque, es difícil promover cambios cuando se está en una posición de privilegio. Siempre pongo el ejemplo de dónde están sentados los magistrados en sus sesiones de Corte Plena: en un estrado a varios metros del suelo. Eso no ocurre con los miembros de los otros supremos poderes, ni diputados ni ministros sesionan en sillas elevadas. Nada, a ras del suelo. Alguien dirá que es una tontería, pero qué va, eso tiene un valor simbólico enorme, los jueces que antes encontraban su legitimidad en dios no han querido perder el halo sacro que históricamente les ha acompañado. La remodelación que actualmente se hace al edificio de la Corte puede ser aprovechada para eliminar un odioso símbolo de superioridad institucional. Las tarimas y las elevaciones no son para funcionarios públicos obligados, sin excepción, a rendir cuentas y a someterse solo al ordenamiento jurídico.

Me preocupa, de otro lado, que mientras algunos, de muy buena fe, pujan por introducir cambios en el mecanismo de elección de los magistrados, se nos escape la oportunidad de que, habiendo 6 vacantes en varias salas, al final no pase nada. Hay que priorizar. En este momento, quienes sean electos para integrar las salas de la Corte accederán a sus cargos de acuerdo a las reglas vigentes, esto es, por un periodo de 8 años, con altas posibilidades de reelegirse indefinidamente como ha ocurrido durante toda la Segunda República.

Una modificación constitucional es poco probable, al menos en lo inmediato, no solo porque los cambios a la carta política suponen un proceso más gravoso sino también porque deberían ir antecedidos de un profuso debate. Y eso tomará tiempo. Hay que preguntarse para qué se quieren los cambios, no deben ser solo un fetiche. Por ejemplo, veo con mucha suspicacia la iniciativa que busca trasladar la selección de los jueces de la Asamblea Legislativa a un órgano judicial. Esa propuesta puede estar anclada en los más nobles propósitos pero es un error.

Los jueces de las altas cortes son también cargos políticos y lo son, no porque representen a un partido, porque hacen parte del ejercicio del poder del Estado. La legitimidad de los miembros de los supremos poderes es democrática, no podría ser de otro modo, y sino es directa, porque lo desaconseja su propia naturaleza, al menos debe derivar de órganos electos popularmente.

Crear un órgano que elija a los magistrados implica una mayor burocratización y, más importante aún, no garantiza conjurar los defectos de corporativismo, politización partidaria y secretismo que se la ha atribuido a la selección en sede parlamentaria. No hay buenas razones para pensar que académicos, jueces o litigantes sean, per se, más virtuosos que los legisladores. De hecho, se han usado ejemplos como el del Consejo Superior del Poder Judicial de España y erigirlos como modelo para replicar en Costa Rica. Probablemente haya pocas elecciones para las altas cortes tan partidarias como las españolas.

Tengo la impresión, por el contrario, de que todos esos defectos se agudizarían en un espacio que sería más bien endogámico. No conozco un caso en el mundo en el que en la elección del vértice judicial no intervengan actores políticos –senados, congresos, presidentes o hasta reyes, como en Gran Bretaña- y no creo que los jueces sean mejores o peores por su origen electivo sino por otras razones. Admitir la propuesta de apartar a los órganos con legitimidad democrática de la selección de los magistrados debilitaría los mecanismos de accountability y de representación política.

La aristocratización de la judicatura es peligrosa. Como lo es también esa idea, que tanto seduce a un sector judicial, de que para ser buen magistrado se debió haber sido juez de carrera. Pocos dudarían de que nombres como Luis Fernando Solano, Adrián Vargas, Carlos Arguedas o Bernardo Van Der Laat hayan honrado el ejercicio de la magistratura. Todos comparten no haber tenido carrera previa en la judicatura -siento, de verdad, no mencionar mujeres: otro desafío de los masculinizados aparatos de justicia-. Desconfío de las generalizaciones, tan irresponsables son los comicastros que demonizan todo lo que tenga alguna seña de identidad judicial como quienes con arrogancia o ingenuidad abrazan con fervor su elevación a los altares.

Pienso que conviene dirigir una eventual reforma a aspectos como la duración del cargo, las incompatibilidades, los criterios de evaluación, la implicación de la sociedad civil y, especialmente, la rendición de cuentas. La rendición de cuentas de funcionarios que pueden pasar 25, 30 o más años en su puesto no puede reducirse a informes escritos que no lee ni dios o a reelecciones más porosas que las mismas elecciones. Es eso, en suma, lo que debe cambiar: el modo en que los magistrados y quienes los eligen dan la cara a la ciudadanía.

En cualquier caso, lo urgente es resolver la cuestión de las plazas vacantes y sus próximos nombramientos. Con lo que hay, tanto la comisión legislativa como otros sectores interesados, la prensa incluida, tienen la oportunidad de correr cortinas y abrir ventanas para visibilizar el proceso. En Estados Unidos, con la Corte Suprema quizás más poderosa del mundo, aunque el presidente propone un candidato y el Senado lo ratifica, la American Bar Association (equivalente al Colegio de Abogados/as) hace una rigurosa valoración sobre los atestados de los aspirantes en la que se escuchan a académicos, litigantes y otras organizaciones civiles. Luego, los debates en el Senado son transmitidos por las cadenas de televisión. Esto permite que el escrutinio público del proceso, del candidato y sus condiciones personales sea alto. Emular estas prácticas deliberativas no requiere de reformas legales solo de voluntad política y de una activa participación ciudadana.

No digo que ello nos asegure tropas de ulpianos, cokes y coutures desembarcando en Barrio González Lahmann, pero sí una selección más transparente y maciza y, quién sabe, quizás el inicio de aires modernizadores. De procesos por una justicia menos sacralizada y más laica, más republicana, más feminista; en fin, más del siglo XXI. Por una justicia a la que, de vez en cuando, le haría bien quitarse la venda de los ojos para entender el tiempo y el lugar en el que está situada.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.