La realidad no es blanca o negra. No todo es totalmente negativo ni completamente positivo. Tiendo a ser optimista y a ver los aspectos positivos de nuestra sociedad; a reconocer las muchas personas buenas y honestas, los muchos esfuerzos por promover una cultura de paz, armonía y solidaridad. La diversidad biológica, étnica y cultural de mi país me enorgullece.

Pero en la coyuntura que estamos viviendo actualmente, quisiera enfocarme, aunque sea solamente para tomar conciencia, en lo que significa la normalización de la violencia que parece que se está generalizando en el país. Es un lamento y como tal, es triste.

La opinión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en enero pasado, corrió el velo que opacaba parcialmente la violenta discriminación contra la diversidad y contra la pluriculturalidad. El inicio del curso lectivo en el país con más maestros que soldados, fue violentamente obstaculizado debido a la oposición de algunas familias al Programa de Afectividad y Sexualidad que precisamente pretende que aprendamos a convivir con respeto. Y la magnitud del matonismo (bullying) y los insensatos retos que se dan tanto en las instituciones educativas como por las redes sociales fueron dolorosamente recordados por la inmensidad del sacrificio de Sebastián y de la niña (de la que no conocemos su nombre) en Oreamuno de Cartago.

La normalización del acoso sexual y laboral, así como la violencia doméstica principalmente contra mujeres, posiblemente han dejado a las docentes y a las madres -que las sufren- sin posibilidades emocionales para actuar en defensa de sus hijos, hijas y estudiantes. Los compañeros y compañeras de estudio, que padecen normalmente o presencian sistemáticamente la violencia en sus casas y en la calle, seguramente piensan que así es la vida. Lo ven normal. Los padres y los docentes que se hicieron hombres padeciendo violencia de género para reafirmar permanentemente su masculinidad, repiten los patrones de masculinidad tóxica y aceptan el acoso a jóvenes y niños como un mal necesario para poder sobrevivir en la sociedad patriarcal.

Los violentos comentarios de unos y otras en redes sociales, ininteligibles a veces por la confusa redacción y la ausencia de ortografía, acusan la mala calidad de nuestra educación; las opiniones vertidas sin el menor fundamento ético, estético, teórico o conceptual, dan cuenta del desconocimiento de la institucionalidad nacional, de nuestras leyes y de las concesiones que se deben hacer para convivir en la internacionalidad del mundo. Y de nuevo, exponen la mala calidad de nuestra educación.

La incapacidad de discutir ideas, insultando en cambio a la persona que las expresa (falacia ad hominem), es muy común aún en espacios académicos. La violencia se normaliza en programas de televisión; en los videojuegos; en la letra de las canciones de moda; en el lenguaje y en el humor (sexista, homófobo, xenófobo). Los femicidios se multiplican. La impunidad es tan violenta como un golpe físico en la cara.

La doble moral de quienes rezan y evaden responsabilidades; miran al cielo y hacen trampa; se santiguan y roban; se comprometen y no cumplen, es un ejemplo violento para la formación de las nuevas generaciones.

La normalización de la violencia es un peligro ingente para la estabilidad y la paz social. Mucho más que el déficit fiscal que recibe más atención en esta coyuntura. Si no queremos llevar al país a un punto de no retorno en cuanto a la escalada de la violencia, es necesario actuar con urgencia.

No tengo la respuesta de cómo hacerlo, porque desmontar esta normalización, requiere de esfuerzos tan enormes como el peligro que enfrentamos. Pero estoy segura de que la Educación juega un papel fundamental, para enfrentar y detener esta amenaza, cosa que la reducción del déficit fiscal no hará.

Lamentablemente, la misma visión educativa que ha permitido esta escalada, no ayudará a revertirla. Necesitamos cambiar el paradigma educativo. Tenemos que recuperar la formación de las personas y no solamente informarlas; desarrollar la conciencia de la responsabilidad individual y colectiva en el cuidado de la vida al tiempo que se aprendan contenidos de las materias y las disciplinas; la ética y la estética deben retomar su lugar al lado de la ciencia y la tecnología.

Se trata de una visión ecoformativa de la educación, que tiene la misma importancia que la economía para nuestro país.

Quisiera transformar mi lamento en esperanza: pongamos la educación en el centro del interés nacional. Una nueva educación que promueva la conciencia y la convivencia. Solamente así podremos contribuir al desarrollo de una sociedad solidaria, pacífica y equitativa.

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