Mi abuelo Eduardo luchó en la última guerra que tuvo Costa Rica. Llorando me dictó varios párrafos para su libro Los días perdidos, sentado en una mecedora en el cuarto de mi casa en Managua, en el 2000. Él, con los ojos cerrados me contó cómo aceptó matar un prisionero desarmado en medio de una montaña. Yo transcribí su relato junto con su libro entero durante varios meses, con reverencia, asombro y tristeza.

Abuelo murió en 2007 y con él se llevó una acumulación de conocimientos que lo llevaron de la política a la espiritualidad, de las lecturas sobre mitología a la historia de civilizaciones antiguas. Nació en Grecia, Alajuela y fue diplomático, consejero espiritual, agricultor y por último, ávido seguidor de la medicina natural. No dejó que el conflicto armado lo definiera, aunque la guerra lo siguió, cuando decidió huir a Nicaragua, poco después de 1948.

Vengo de esa guerra y de muchas otras. Nací en Nicaragua en 1981, en medio del bloqueo, la militarización, la pérdida. Desciendo de Juan Mora Fernández, primer Jefe de Estado de Costa Rica, asesinado por el poder. También desciendo de Joaquín Zavala, abuelo de mi bisabuela Medea Cole Zavala, el presidente que gobernó por 30 años Nicaragua y que rogó a los gringos que por favor llegaran a invadir.

Como es de imaginarse, mi vida transcurrió entre una realidad binacional, pasando de Nicaragua a Costa Rica como quien va “de la cama al living”, como diría Charly García. Ir a Costa Rica, desde los ochenta, era para mí ir al país de la dopamina. El conflicto era inexistente, la guerra una cosa de película y el bullying te lo hacían en privado, protagonizado por niñas en uniforme de primaria –mis compañeras de clase- diciéndome bajito “Nica váyase para su país”.

Ir a Nicaragua, por otro lado, era ir al realismo mágico, a la vida y la muerte. “Señor, te pedimos que por favor en el futuro podamos ser como Sandino”, dijo una vez mi maestra de primer grado en el Teresiano, durante la oración de la mañana. Yo abrí los ojos como platos. Me imaginé a mí misma -una niña de 7 años- vestida como Sandino, con un sombrero de lado, con botas grandes y fusil en mano. Nadie me explicó en ese momento que la metáfora era tener la valentía, la inteligencia y la lucidez de ese hombre cuya imagen fue tergiversada por un partido político, tal y como lo estaba haciendo mi -no tan querida- profesora de esa época.

Despertar

Hace dos años volví a Costa Rica, esta vez a trabajar en una organización que trabaja por los derechos humanos. Me resultaba interesante trabajar con conflictos de Latinoamérica desde un país que poco se identificaba con esos conflictos –inseguridad, traumas de guerra, instituciones públicas saqueadas- pero para mi sorpresa, mi imaginario tico de obediencia ciega y comodidad conservadora se fue quebrantando poco a poco, para presenciar algo maravilloso.

Díganme loca, pero no puedo explicarles lo feliz que estoy de vivir en Costa Rica en esta época y de llamarle, por primera vez con ganas y orgullo, mi país. Estamos bajo amenaza de que un fundamentalista religioso nos gobierne con la mano dura de las dictaduras latinoamericanas. Corremos el riesgo de que un congreso de mayoría conservadora nos haga retroceder en los pocos derechos ganados durante los últimos años. Estamos conviviendo en una sociedad que se rompe entre la pobreza y la necesidad de aferrarse a algo o alguien que les represente (sea Fabricio Alvarado, la estatua de una virgen que llora o las enseñanzas de “La Rosa de Guadalupe”).

Es la primera vez que veo en suelo tico que la gente se movilice por algo que no sea una procesión, una promoción o una manifestación política caudillista pasajera. No quiero generalizar, estoy hablando de lo que he vivido y visto en mis 37 años, 21 de los cuales han estado de alguna manera determinados por el dictador Daniel Ortega. Comparen niveles de conflicto y movimiento social entre ambos países, sin que eso sea motivo de orgullo para ninguna de las dos partes.

Hoy veo por todos lados gente que se levanta pacíficamente ante la amenaza de una perturbación de nuestro Estado de Derecho, que dice abiertamente que no tolerará un lenguaje de odio y que la paz no se construye quitándole derechos a la mitad de la población. Gente de todas las procedencias y religiones, gente que ha vivido la migración y que sabe la amenaza que representa un mensaje de división.

Espero que esta guerra ideológica sea de verdad la última que vea Costa Rica. Que esto sirva para despertar antes que sea demasiado tarde, antes de que seamos silenciados y silenciadas a consecuencia de una mala decisión electoral. Que esto sirva para darnos cuenta que las palabras tienen fuerza.

Del discurso de odio a las armas hay un trecho muy corto. De las armas a la guerra, sólo una calle de distancia. Yo soy hija de la guerra, pero mi destino ha sido cortar esa conexión y decir con firmeza: Esto no es normal. Nadie tiene que morir por un aprovechado que vomita incoherencias desde un púlpito. Nadie tiene que nacer para ver morir a su generación.

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