El cristianismo evangélico ha sido para mucha gente una especie de tabla de salvación psicológica. El convertirse –o el “aceptar” o “conocer” a Cristo– ha salvado matrimonios, enderezado vidas, incluso curado adicciones. En las iglesias protestantes de Costa Rica, de las diversas denominaciones, hay sin duda pastores y otros líderes muy positivos que utilizan la Biblia y su propio carisma para inculcar valores nobles y hábitos de vida sanos.
Lamentablemente, a juzgar por la mayoría de las reacciones a la resolución de la CIDH (y antes de eso al debate sobre la educación sexual), esos líderes son una minoría, o su prédica no ha tenido suficiente alcance. Porque las voces que escuchamos, con la notable excepción de la Universidad Bíblica Latinoamericana, lejos de ser ecos de la que una vez se oyó en el Sermón de la Montaña –con su mensaje de amor y solidaridad humana–, están más bien llenas de arrogancia moral, intolerancia y odio. Todo lo contrario de lo que predicó Jesús. Si los líderes sanos del evangelismo costarricense quisieran enderezar esa nave, si trataran de elevar la ética de su grey por encima de esos vicios: tienen por delante una tarea muy difícil. Porque en la Biblia, como sabemos, hay de todo. Desde la invitación a poner la otra mejilla o regalar los bienes a los pobres, hasta la de estrellar contra las piedras las cabezas de los hijos del enemigo. Es cosa de escoger, y cada cual escoge según lo que lleva en su corazón.
Las peores aberraciones, vociferadas Biblia en mano ante una audiencia emocionalmente exaltada, terminan por hacer creer a los más crédulos que esa es, en efecto, la palabra y la intención de Dios. Y los crédulos son legión. Es espeluznante leer sus comentarios en las redes sociales, a menudo con cita bíblica incluida. Son de una estrechez mental y moral impresionante. Y es muy difícil que salgan de allí. Todas las semanas se convencen unos a otros, con palmaditas en la espalda, de que están en la gracia del Señor, de que son santos y santas, de que tienen a Jesús de su lado. Supongo que Jesús habrá observado, a lo largo de la historia, suficientes barbaridades cometidas en su nombre para no asombrarse por nada, pero me lo puedo imaginar bastante decepcionado de muchos de sus seguidores ticos.
El problema se quedaría allí, en el ámbito de la controversia social, si no fuera porque de un tiempo acá se les han venido entregando porciones crecientes del espacio político. En total contravención a lo que dispone el artículo 136 del Código Electoral: hemos permitido la existencia de partidos confesionales (comenzando, sí, por la Unidad Social Cristiana) y el uso de argumentos religiosos en las campañas. Cuando el legislador prohibió esas cosas lo hizo precisamente para evitar que se manipulara las emociones y aspiraciones espirituales del pueblo en favor de causas políticas. Y eso ha estado ocurriendo delante de nuestros ojos, sin que nadie haya hecho nada al respecto. Una de las consecuencias más graves es que, en momentos de veras críticos para la república, se desvía la atención de los temas fundamentales, que son propiamente políticos (el tema fiscal, el del empleo, el de la seguridad ciudadana) y se pone a escoger a la gente según adhesiones religiosas, como si nadie hubiera dicho nunca aquello de “al César lo que es del César”.
Sería interesante que un grupo de juristas estudiara la posibilidad de plantear el tema con todo rigor ante el Tribunal Supremo de Elecciones, y eventualmente la Sala Constitucional. Pero aun si ello se hiciera, y tuviera buen éxito, el problema de fondo no estaría resuelto, porque es de naturaleza cultural. Por eso aludí arriba a los buenos líderes religiosos, y en particular a los evangélicos. No pueden quedarse cruzados de brazos ante esa epidemia de oscurantismo fanático. No deben permitir que circule tanto veneno a nombre del fundador de su doctrina, que es ante todo una doctrina de amor y solidaridad. Aunque les tome muchos años, están llamados a despejar tanta confusión y a hacer luz sobre lo esencial del cristianismo. En la Iglesia Católica lo está intentando el papa Francisco (esperemos que algún día su prédica llegue a la iglesia costarricense). ¿A quién le toca en el mundo evangélico?
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