Tópicos en el contexto. El fenómeno de la gran corrupción ocupa un lugar preeminente en la globalización actual. Es hija de las relaciones norte-sur, donde países poderosos económica y políticamente hablando se relacionan con otros débiles y sin poder de decisión en los intercambios de bienes, servicios, y riquezas. Bástenos recordar aquí el ya clásico testimonio Impunidad (La corrupción en las Entrañas del Poder), de la jueza de instrucción francesa, Eva Joly, en el cual nos describe las redes de corrupción desde una nación fuerte (Francia) y los negociados (comisiones ilegales, control sobre la explotación y venta de petróleo, especulación financiera, corrupción de funcionarios públicos a un lado y otro de la relación, etc,) con una nación africana desprovista de todo y capaz de entregar su riqueza a cambio de migajas para sus élites y ningún beneficio para su pueblo.
Estamos en consecuencia ante un fenómeno compuesto de un binomio: corrupto-corruptor. Y esto vale tanto para las relaciones entre países, como para los hechos de corrupción a lo interno de una sociedad, tal cual lo enfrentamos los costarricenses en el escándalo desatado por la importación de cemento proveniente de la China y la cadena de influencias indebidas que se tejió a lo interno de nuestros poderes públicos.
Cuestión crucial en el fenómeno de la corrupción termina siendo la fortaleza o debilidad que pueda exhibir una nación o Estado, en cuanto a sus instituciones, sobre todo la capacidad de detectar los actos incorrectos o abiertamente ilegales, denunciarlos, procesarlos e imponer las sanciones correspondiente a los responsables. Me temo que Costa Rica, -famosa, sobre todo comparada con su entorno regional, por su larga tradición democrática y la solidez de sus instituciones-, está en estos momentos a prueba. Tenemos que demostrar(nos) que en efecto hay instituciones que funcionan, que quien delinque, independientemente de su poder e influencia, debe responder por sus conductas y apechugar con sus errores y abusos. Tenemos que demostrar(nos) que en este país estamos por encima de los feudos o cacicazgos y que nadie, absolutamente nadie, es dueño de lo público, o está por encima de ley, o puede perpetrar abusos amparado en la seguridad de que no le pasará nada, que quedará impune. El subdesarrollo, uno de cuyos síntomas es la debilidad institucional, es de los terrenos mejor abonados para que germine y se reproduzca la corrupción, y a eso tenemos que atender hoy y en el futuro.
Otro aspecto medular, en directa relación con la debilidad institucional, tiene que ver con la madurez y calidad del ciudadano o ciudadana, la información con que pueda contar, la capacidad crítica frente a una dinámica que, si bien formalmente democrática, en la práctica termina siendo una comedia de manipulación y estampida en manada. Tal cuestión tiene que ver con los procesos electorales, las consignas demagógicas que terminan arrastrando a las mayorías-mediante la exploración de sus miedos y prejuicios- y el abuso que se da en la financiación de partidos políticos, con fondos públicos y privados. Aquí también tenemos que recordar a aquél político mexicano tristemente célebre -también para nosotros-, cuya consigna era “un político pobre es un pobre político” y que retrata de cuerpo entero cómo algunos personajes públicos terminan haciendo fortuna a cualquier precio con tal de asegurarse una carrera exitosa.
El contexto de un caso concreto. Al abordar el problema de la corrupción en una sociedad capitalista y de mercado, como la nuestra, no podemos ignorar las zonas grises que existen entre la legalidad y la ilegalidad; la delgada línea que separa el actuar conforme a las reglas de un “buen negocio” (de por sí promotoras de la competitividad, la ganancia a toda costa, la inequidad en el reparto de la riqueza), y el descarado fraude.
En el caso de la importación del cemento proveniente de la China, no podemos ignorar, a fuer de ser ingenuos, las tensiones que hay tras bastidores, y los intereses legítimos e ilegítimos que se debaten como trasfondo. Claro que existe un duopolio que controla la importación y venta del cemento, pernicioso para los intereses de los consumidores por la manipulación de los precios a capricho de las dos empresas interesadas. Claro que hay que romper esa realidad y posibilitar, a través de una competencia sana mejor calidad de los productos y precios más accesibles. Pero también es claro que puede haber intereses espurios en desprestigiar la banca pública, aprovechándose de sus errores y abusos, y que en el fondo hay una banca privada frotándose las manos para ver qué provecho puede sacar para sí, sin garantía de que su gestión pueda ser más transparente, sino todo lo contrario, amparada en que lo privado no tiene por qué darle cuentas a nadie. Claro que hay una prensa tradicional, malacostumbrada a rumiar el monopolio de la verdad, a decir quién sí y quién no puede ser denunciado, y hasta a quitar y poner presidentes de la República. Claro que hay ahora redes sociales y medios digitales alternativos que están abriendo la posibilidad de poner sobre la mesa de la agenda nacional hechos y personas que deben ser cuestionados, y que no tenemos que conformarnos, en cuanto al derecho de información y opinión, a lo que permitan los monopolios tradicionales. Y finalmente, hay tensión entre las fuerzas políticas, inmersas en una campaña electoral, por ponerle la etiqueta de “corrupcto” a los opositores y tratar de salvar su propia responsabilidad.
Los presupuestos en un Estado Constitucional de Derecho. Debemos reiterar aquí cuestiones sabidas, pero no siempre aplicadas. La función pública es un servicio a favor de la ciudadanía, no una prerrogativa de quien ejerce la función. Su cometido es el logro con eficiencia, calidad y en tiempo razonable, del interés general, por sobre el interés particular; se trata de alcanzar lo que desde Tomás de Aquino se denomina “bien común”, antes que el aprovechamiento individual.
En segundo lugar, debe estar claro que nadie está por encima de la ley. Casi todos los actos de corrupción (pública o privada) se consuman a partir del olvido de esta premisa. El Presidente, el Ministro, el Diputado, el Magistrado, el Obispo, el Pastor, el Gerente, en fin, todo el que se refugia en su status y prestigio para abusar de su poder, violentar las reglas del juego y confiar en que gracias a ese poder y prestigio, estará a salvo de ser descubierto y sancionado, es decir, confía en quedará impune pase lo que pase.
Corolario del punto anterior, que debemos aquí también recordar, es el principio constitucional pro libertate, garantizado a favor del ciudadano en tanto puede hacer todo aquello que no le esté expresamente prohibido; frente al funcionario público, que sólo puede hacer aquello que le esté expresamente permitido. Por eso, en este último caso, no se vale alegar a posteriori que se desconocía la ley, que fue el asesor jurídico el que le indicó cómo proceder, que se hizo según la costumbre y porque muchos otros lo habían hecho anteriormente, que tenía exceso de trabajo y no supo lo que firmaba, etc.
Digamos por último que la lucha anticorrupción en un estado de derecho no puede renunciar a los cimientos mismos de esta construcción política. La lucha contra la corrupción no puede ser un fin en sí mismo. Ninguna estrategia de combate al delito, por muy complejo o dañino que sea, puede olvidarse de los derechos fundamentales de las personas, el debido proceso, el principio de defensa. Dicho sea esto principalmente respecto de si, en el ámbito de los medios de comunicación, hay monopolio o pluralidad en el manejo de los asuntos de interés público. Ni el juzgamiento, ni el linchamiento mediático. tienen algo que ver con la convivencia democrática. Serán los jueces y juezas, en el mejor de los casos, quienes digan la última palabra.
Sobre el concepto de corrupción. Una de las anécdotas, para la historia, que hemos presenciado los costarricenses en el trayecto del escándalo que tratamos, fue oír a un Fiscal General de la República clamar ante la Comisión Legislativa: “¡Díganme que es la corrupción!” Si quiso decir otra cosa, si fue un lapsus, si la tensión era demasiada, nunca lo sabremos. Pero lo cierto es que nuestro régimen penal tiene muy bien definido qué cosa es la corrupción y cuáles son sus principales formas de tipificación. Además, el Estado costarricense está certificado por observadores internacionales en cuanto a la definición y tratamiento de este fenómeno delictivo.
Así, debemos empezar por decir que hay dos modalidades de corrupción: la pública y la privada. La primera está ampliamente legislada y tratada dogmáticamente, tanto a nivel interno como internacional. La segunda ha sido relegada, está mínimamente tipificada y se encuentran pocos estudios especializados sobre ella. Esta cuestión deviene, en el mejor de los casos, curiosa, puesto que señalábamos líneas atrás que no puede haber corrupto sin corruptor, y que la mayoría de los casos ocurren por una conjunción de intereses privados con bienes relacionados a la Administración Pública.
Por su parte, las dos más importantes convenciones internacionales contra la corrupción, una en el marco de la ONU y otra en el de la OEA, advierten de entrada que dada la amplitud e indeterminación del concepto, debe descenderse a las figuras típicas penales tradicionales, perfeccionándolas y actualizándolas, según la realidad jurídica de cada país suscriptor.
Si nos atuviéramos a la corrupción pública, sus elementos más relevantes son: (a) un indebido o abierto abuso de las atribuciones y competencias que confieren un cargo público; (b) este uso o abuso puede ser llevada a cabo por el funcionario, cualquiera sea la forma en que haya accedido al puesto –elección o designación-, y ya sea que lo ocupe temporal o permanentemente; (c) las acciones indebidas afectan bienes, servicios o valores de la Administración, no necesariamente patrimoniales o económicos en sentido estricto, (d) pueden ser realizados esos actos indebidos positivamente –por acción- o bien por simple omisión, por cierto estos últimos, muy frecuentes; y (d) pueden ser actuaciones dolosas –la mayoría- y excepcionalmente culposas.
Así debemos atenernos a figuras penales propias de la corrupción pública como el cohecho o soborno positivo (ofrecer o entregar); cohecho pasivo (pedir o recibir); la malversación; el peculado; la apropiación indebida y otras formas de desviación de bienes; el tráfico de influencias; el abuso en el ejercicio de las funciones; el enriquecimiento ilícito. Algunas figuras de la corrupción privada son: el soborno; la malversación o peculado de bienes en el sector privado; blanqueo del producto del delito; figuras de encubrimiento de bienes o valores provenientes de delito; la especulación; el fraude en las reglas de competencia y fijación de precios; la obstrucción a la justicia.
Costa Rica, casi siempre ha salido bien calificada en cuanto al cumplimiento normativo y actualización de su legislación anticorrupción. La Comisión de Seguimiento del Cumplimiento de la Convención Iberoamericana contra la Corrupción así lo ha certificado en sus pronunciamientos. Tan sólo en las negociaciones para integrarnos a la OCDE, se nos señaló en su momento la ausencia de una norma que tipificara el soborno o peculado de funcionario internacional, o del integrante de organismos internacionales. Este defecto ha sido resuelto por la Asamblea Legislativa recientemente.
Las convenciones internacionales mencionadas, dejan también abierta la posibilidad de que, según sean las pautas culturales e idiosincrasia de cada Estado-Parte, se puedan adecuar o ampliar las figuras penales calificables como modalidades de “corrupción”. En el caso costarricense, tenemos que reparar sobre todo en el Título XV del Código Penal y las leyes especiales como la Ley Anticorrupción –donde está contemplado el Tráfico de Influencias-, o la Ley sobre Crimen Organizado, que incorpora la figura del Blanqueo de Dineros o Capitales.
En nuestro medio, los llamados cohechos propio e impropio, contemplados en los artículos 347 y 348 del Código Penal, deben complementarse con el numeral 352, denominado Penalidad del Corruptor, o sea el mero hecho de ofrecer o prometer, sin el requerimiento de la aceptación por parte del destinatario, tal como puede interpretarse de las figuras básicas anteriores. O bien, deben complementarse con el artículo 352 bis, donde se incluyen otros supuestos, como la mera solicitud o aceptación indebidas, o la utilización de una posición privilegiada, aunque sea un acto ajeno a la competencia del funcionario que actúa. Lo anterior debe señalarse en vista de que se ha dicho públicamente que debe quedar en la impunidad toda propuesta que no sea aceptada, con lo cual se está haciendo una lectura errónea en el análisis sistemático del Código Penal.
Cabe anotar también que para el caso de Costa Rica, el V Informe de XXVII Reunión del Comité de Expertos para el seguimiento de la legislación interna a tipos penales previstos en la Convención Interamericana contra la Corrupción (12-15 de setiembre de 2016), aunado a los informes anteriores que se habían pronunciado satisfactoriamente para el caso de nuestro país, se agrega en su punto 3.2., las últimas cuatro reformas de importancia a la legislación interna costarricense, contenidas en (a) Ley No. 8630 del 17 de enero de 2008 que incluye el artículo 44 bis de la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito de la Función Pública, con la posibilidad de sanciones administrativas a personas jurídicas que tengan participación en la comisión de los delitos de soborno internacional, cohecho impropio, cohecho propio, corrupción agravada, aceptación de dádiva por acto cumplido, corrupción de jueces y penalidad del corruptor; (b) modificación de la descripción del tipo penal del delito de soborno internacional mediante artículo 55 de la Ley No. 8422; (c) adición del numeral 345 bis al Código Penal, ya mencionado, que dispone aplicar penas de delitos de cohecho a los supuestos de los incisos a) dádiva, ventaja indebida o promesa, sea solicitada o aceptada por el funcionario para sí o para tercera persona; b) utilización por parte del funcionario de su posición, aunque sea por acto ajeno a su competencia; y c) modificación del artículo 45 del Código Penal que tipifica el delito de penalidad del corruptor para agregar el verbo “ofrecer”, no contemplado como acción típica anteriormente.
Finalmente el Comité de Expertos en el Seguimiento, reconoce todos estos cambios como positivos y no tiene observaciones que hacerle al Estado costarricense. Esto significa, ni más ni menos, que nuestro país tiene una amplia, completa y sólida legislación en materia anticorrupción, razón por la cual, si los hechos y denuncias no son exitosamente tramitados, no puede alegarse que sea debido a la ausencia o insuficiencia de figuras penales.
Lecciones aprendidas. Hay un polo de poder político-económico en Costa Rica, obsesionado, religiosamente, con la fe en la economía de mercado y que busca imponer a sangre fuego su exclusiva visión del mundo. Las antiguas doctrinas socialdemócrata y socialcristiana han arriado todas sus tesis y banderas que otrora le permitieron a este país los equilibrios indispensables para transitar por una historia relativamente democrática, pacífica y justa. Hay muchos ejemplos de cómo a este sector ya no le basta con tener a su favor las mayorías parlamentarias o judiciales, procura tener unanimidad y acabar con cualquier signo de disidencia. Eso se reflejó con toda claridad cuando en el 2013 se intentó no reelegir a un magistrado de la Sala Constitucional, una de cuyas justificaciones fue que en adelante se debía nombrar sólo a jerarcas que propiciaran “el ambiente de negocios”. Hoy sabemos, a raíz del escándalo por la importación de cemento chino, a qué riesgos nos exponemos los costarricenses cuando se trata de imponer este tipo de dogmas.
Hay pues una obsesión por concentrar poder y esto sólo lleva a la autocracia. La tentación de construir proyectos políticos alrededor de figuras autoritarias y anti-constitucionalistas, ya se vislumbran en el horizonte. Y esto tiene que ver, ¡cómo no!, con la corrupción. El medio propicio para que los corruptos prosperen es aquel en donde los controles formales e informales se debilitan y desaparecen; un medio social donde la prensa no investiga ni denuncia, una Asamblea Legislativa que se involucra en tráficos de influencias, un Poder Ejecutivo que no advierte los peligros de abrir sus puertas sin el debido cuidado y un Poder Judicial venal, genuflexo ante los poderosos, incapaz de entender el rol estratégico que juega en la conservación de la seguridad y confianza de la ciudadanía.
Hoy la democracia costarricense y sus instituciones están a prueba. Todo dependerá del destino que tenga en el Parlamento el informe que ha dictaminado la Comisión Investigadora sobre el tema de los préstamos bancarios alrededor del cemento; de qué destino tengan las recomendaciones que se le han hecho a la Corte Suprema de Justicia, en cuanto a causas disciplinarias y penales que están presentadas; y de los indicios de poner barbas en remojo, con el nombramiento de Fiscal (a) General y la posibilidad de que las investigaciones lleguen a buen término. Todo dependerá de las efectivas reformas al sistema judicial que se están anunciando y la posibilidad de que en este país mejoremos el nombramiento de diputados (as), magistrados (as) y otros jerarcas judiciales.
La ventaja es que se vislumbra y ha llegado para quedarse, un cierto despertar en la comunicación y discusión pública de estos temas.
Fotografía: La Voz de Guanacaste.
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