Un optimista es un pesimista converso e informado, que sabe que están sucediendo cosas, no necesariamente las mejores, y que opta por seguir adelante con una actitud que le permite respirar fingiendo un poco de demencia, rescatando lo mejor de las circunstancias y de las personas, pero que no se miente a sí mismo, aunque se le cuelguen letreros simplistas; la inteligencia que esconde (siempre es la mejor estrategia), le permite nadar entre los ritos urbanos de la trivialidad, los juegos de palacio, las citas de Coelho e infinidad de tonterías.

La incombustible Hannah Arendt, escribió algo así como que hemos de recordarnos a nosotros mismos que un día dejaremos este mundo común, que seguirá como antes y para cuya continuidad resultamos superfluos, si es que queremos comprender la soledad, la experiencia de ser abandonados por todo y por todos (Los Orígenes del Totalitarismo, 1974). Es por ello, que hoy me aparto por un momento del redil, con miedo o prudencia, no estoy seguro, y tomo mi silla lejana para observar el espectáculo. En la arena, los combatientes ocultan sus armas y son impresionantemente civilizados. Lo que observo me es tan distinto y lejano a lo que soy, a mi falta de ambición, que es proporcional en grado contrario a mi escasez de tacto diplomático. Tengo una sola certeza: todos moriremos, aunque no todos sabemos cuándo. El reto siempre consiste en figurarse en qué hacer con la vida mientras llega el final inevitable.

Me resulta difícil conciliar cómo alguien está dispuesto a inmolarse en la piedra del sacrificio por el Bien Común en aras de soportar el poder de dirigir nuestras instituciones. ¿Cuál es el secreto atávico que se esconde tras el trono?

Recuerdo mis días de luchas y flores, lo inútil que fueron cada uno de mis actos, a veces acudo al cementerio de los ideales a llevar coronas de mariposas negras que revolotean como un reclamo por lo ingenuo que fui.

Gandhi derrotó a un imperio sin armas, utilizó la no violencia activa, lo que se denomina la satyágraha, que incluye la desactivación incluso de la legítima defensa. Conviene recordar que el padre espiritual de la India era un intelectual que estudió en Inglaterra, y la inspiración directa de su cruzada fue la obra Del deber de la desobediencia civil (1849), escrita por otro gran pensador, esta vez estadounidense: Henry David Thoreau, que se negó a pagar impuestos al Estado porque este defendía la esclavitud y organizaba guerras contra un país indefenso: México, para obtener territorio.  Si los intelectuales pueden salvar al mundo, es plantando ideas, cargando con el desprecio e inspirando los movimientos transformadores que otras generaciones disfrutarán.

El gran autor colombiano Mario Mendoza, reseña que en esta era del Yo y del narcisismo como moneda de cambio, la revolución no es hacia fuera, sino dentro de uno mismo. Uno escapa de sí a través de los libros, en procura del conocimiento o por mero divertimento, pero se abre al mundo, olvidándose, no perpetuándose del enfermizo culto a la propia imagen, a la propia importancia, que como bien dijo Bukowski es siempre exagerada. Me cuesta trabajo entender cómo no nos hemos dado cuenta, que salvo algunos próximos (y por poco tiempo), nadie hablará de nosotros cuando estemos muertos. He visto desfilar una fila de jerarcas de diferente valía y salvo un retrato, su nombre ingresa al elenco del silencio; de vez en cuando algún sonido nostálgico evoca una anécdota, pero no queda más que viento. El llamado del dominio me es incomprensible, pero tiene su embrujo, desde que el mundo existe la gente lucha por conseguirlo. Mientras tanto, yo, como muchos, hago fila, sigo siendo esquilado a cambio de un salario que necesito para vivir, de hecho, agradezco que aprecien mi lana y debo conservar mi sitio en el corral.

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