El asesinato de George Floyd es uno de los más aborrecibles y detestables acontecimientos de los últimos años. No existe ninguna razón para justificarlo. Es lamentablemente que en el siglo XXI se sostengan posturas racistas, xenofóbicas, misóginas u homofóbicas que manifiestan el rechazo y la destrucción del ser humano contra el ser humano.

Sin embargo, también es violento hacer prevalecer, por medio de la fuerza, un discurso. En los Estados Unidos se estableció el movimiento Black Lives Matter, que busca la destrucción de símbolos considerados racistas como estatuas de confederados, defensores del esclavismo o poseedores de esclavos. Estas propuestas se han extendido por el mundo y pretenden retirar esculturas de figuras históricas como la de Isabel La Católica o el emperador Constantino y oímos que, en nuestro país, desean traerse abajo, con todo y pedestal, el monumento a León Cortés Castro del sitio que ha tenido, durante décadas, en La Sabana.

Jamás defenderé esclavistas ni a Cortés Castro. Lo cierto es que esos símbolos forman parte de la identidad y la cultura de un país y una región. Lo grave sería que se les sigan levantando monumentos en el siglo XXI o que se les continúe mirando sin ningún afán crítico.

Más grave y delicado resulta atentar contra obras de arte. Sabemos que el arte, como expresión estética, es plural por naturaleza, tiene tantas interpretaciones como miradas e imponer un solo punto de vista y no permitir su lectura es volver a la violencia inicial, la de silenciar a los demás, la de hacer uso del poder para callar a otras personas.

Durante 107 años, en Copenhague, Dinamarca, la estatua de La Sirenita, sin placa, recuerda al mítico personaje del cuento de Hans Christian Andersen.  Es un cuento publicado por primera vez en 1837, replicado desde entonces en múltiples ediciones, obras de teatro, ballet o películas.  Como bien se sabe, es la historia fundamentada en leyendas nórdicas.  Borges y Guerrero en El libro de los seres imaginarios, expresan que “a lo largo del tiempo, las Sirenas han cambiado de forma” y sostienen que “para el maestro Tirso de Molina (y para la heráldica), [son] «la mitad mujeres, peces la mitad»”.

El texto de Andersen, incluido en sus Cuentos de hadas para niños, narra el amor de una sirena por un príncipe, motivo por el cual su renuncia a la voz para obtener un par de piernas.  Después de que el joven se casa con una princesa verdadera, la sirena recibe la oferta de clavarle un puñal, cuando yace dormido con su esposa, en la noche de bodas.  Sin embargo, la protagonista opta por no cometer el crimen y espera su fin inevitable: convertirse en espuma de mar y desaparecer para siempre.  Debido a su abnegación, se transforma en una “hija del aire”, y con esa condición debe permanecer durante 300 años, pues así podrá tener un alma y lograr su fin último: convertirse en un ser humano.

El escritor danés se refiere al fino cuerpo de la sirena, sus largos cabellos y su esplendorosa voz pero nunca hace alusión al color de su piel o hace referencia una cultura específica.  Es una criatura fantástica, cuya existencia nunca ha sido comprobada por la ciencia.  Es, al fin y al cabo es, como lo señalan Borges y Guerrero, un ser imaginario.

La escultura de La Sirenita, ubicada en Copenhague, ha sido objeto de múltiples manifestaciones de vandalismo: fue decapitada tres veces, rociada con pintura, ha aparecido con camisetas de equipos de fútbol y hasta con la túnica del Ku Klux Klan. El pasado 3 de julio se dio a conocer que, en rayaron piedra que la sostiene, con el grafiti “Racist Fish”.

No sé cuántas veces he leído el cuento —o acaso novela corta de Andersen— y nunca se me ha ocurrido relacionarla con una postura racista, debe de ser que como el arte es plural, se puede mirar en esa obra literaria otros aspectos: la construcción perfecta de una historia que causa interés en el lector desde el primer párrafo, sus imágenes poéticas, su final nada semejante al “happy end” de Disney y el hecho fundamental, a mi juicio, del cuento: la sirena carece de alma humana y no pertenece a ninguna etnia o cultura. El psicólogo Sheldon Cashdan, en su libro La bruja debe morir, explica que el problema de la Sirenita se encuentra en poseer cola de pez en lugar de piernas y vagina y, por lo tanto, tiene la imposibilidad de alcanzar a la plenitud sexual con el príncipe.

El daño a la escultura es un nuevo ataque contra el arte —y contra la literatura infantil específicamente– sumado a los hechos ya registrados durante el año pasado en Europa: en abril de 2019 se retiraron libros infantiles, considerados “tóxicos”, de una biblioteca de Cataluña, España entre los que se encontraban Caperucita Roja o Los tres cerditos.  En ese mismo mes, en Polonia, un grupo de sacerdotes católicos hizo una quema de libros juveniles pues consideraron que, en ellos, había imágenes de falsos dioses.

El ser humano retrocede y esperemos que, en lugar de destruir símbolos culturales, se esfuercen por escribir y hacer mejores obras de arte con mensajes inclusivos y saber que el sentido estético, al fin y al cabo, debe prevalecer en ellos. Por mientras, invito a leer el cuento de Andersen que inicia así:

“En alta mar el agua es azul como pétalos de bellísimos lirios y transparente como cristal purísimo, pero es tan profunda que no hay ancla que pueda tocar fondo, y habrían sido necesarias numerosas torres de iglesias unidas para salvar la distancia entre el fondo y la superficie. Allí abajo vive la gente del mar.”

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