La celebración del Día del Padre no solo se trata de regalos y almuerzos en familia, debe ser, más bien, una fecha de reflexión, que sirva para que las nuevas generaciones tomen conciencia sobre la importancia de no postergar más el cambio hacia una nueva paternidad: presente, participativa y cariñosa.

Para ello es urgente reconocer y combatir la paternidad irresponsable –herencia de la masculinidad tradicional– que limita a los hombres a ser solo proveedores (en muchos casos ni siquiera este rol se cumple), que los exculpa por dejar la crianza de los hijos a la suerte de la madre, o por endosársela a la abuela; aquella paternidad que se hace presente solo los fines de semana, en Navidad, para la foto de Facebook…

Ese mandato patriarcal se utiliza, además, para justificar el pobre ejercicio de la paternidad; es decir, no hay un cuestionamiento real a esa forma de ser padre, incluso hay quienes no tienen conciencia de que ser ese tipo de papá es ser un mal papá.

El cambio inicia precisamente en preguntarnos cómo se puede ser un buen padre, trazar un camino, cuestionar las formas tradicionales, la paternidad que recibimos como hijos (en nuestra infancia); erradicar la visión adultocéntrica, tener empatía con nuestros hijos, con su mamá, con sus abuelas...

La victimización, el conflicto y la disputa no son el camino correcto, todo lo contrario: tenemos que ser autocríticos con nuestras propias acciones y modificar nuestras conductas antes de declarar una guerra sin sentido contra la madre de los niños.

Hay acciones que parecen pequeñas, pero que son gigantes: poner pañales, atender al bebé en la madrugada, preparar la merienda, salir soplado del trabajo para asistir a las reuniones de la escuela, escuchar a nuestros hijos (escucharlos de verdad), saber el nombre de los personajes de sus fábulas favoritas.

Todo esto, ¡claro!, significa mucho más trabajo y responsabilidad que la paternidad tradicional, implica renunciar a privilegios; pero también es mucho más gratificante. La recompensa no está en la meta (ser un buen padre), sino en el camino que se recorre para llegar a ella (las acciones que desarrollamos para intentar serlo). Al final de cuentas un hijo feliz tiene al menos una inobjetable consecuencia: un papá feliz.

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