Un episodio de acoso callejero el único día que salí al supermercado que está a quinientos metros de mi casa me hizo cuestionarme sobre la conceptualización que estamos construyendo —queramos o no— de “nueva normalidad”. La tan escuchada frase se utiliza, cada vez más, para referirse a la capacidad de resiliencia que como colectividad y sujetos debemos tener para sobreponernos a los momentos que la pandemia ocasionada por la enfermedad COVID-19 nos ha presentado. Ciertamente, el virus ha significado un replanteamiento de las cotidianidades en planos que comprenden desde el internacional hasta el individual.

Las implicaciones del virus son aún incalculables, en parte por constituir un fenómeno en curso y en parte porque algunos de sus efectos son sui generis; tal es el caso del inusitado cierre de fronteras nacionales que hizo que para inicios de abril (según datos del Pew Research Center) casi el 40 % de la población mundial viviera en países con fronteras completamente cerradas al recibimiento de personas que no fuesen nacionales o residentes permanentes de sus Estados. De igual manera, el impacto en la agenda política global, en la situación económica, así como en el entramado social son fenómenos con estudios en curso.

A su vez, sobre el origen de la presente crisis puede decirse mucho, sin embargo, ha de considerarse que las epidemias zoonóticas seguirán produciéndose y no son obra del destino. Según el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) para atender las enfermedades zoonóticas (transferidas de animales a humanos) es necesario prestar atención al impacto de las actividades humanas sobre los ecosistemas. Estas alteraciones, así como la emergencia climática y social de nuestro tiempo no dejan lugar a las dudas sobre que las pandemias de este tipo se repetirán. Es claro, que esas intervenciones humanidad – naturaleza están mediadas por el modelo de desarrollo global que explota la naturaleza y la vida, que presiona los ecosistemas y la biodiversidad hasta su agotamiento y colapso inevitable. Sin embargo, entender que la explotación de la vida es una cuestión sistemática no debe nublarnos la vista sobre que en este tipo de emergencias sanitarias las mujeres (y particularmente aquellas quienes habitan la región latinoamericana) cargan con el lastre de la desigualdad económica y social que la misma crisis recrudece.

En este sentido, la conexión entre el sistema neoliberal y de patriarcado global es innegable. Ambas formas de organización implican la legitimación de la violencia para con la otredad (constituida por la naturaleza y las mujeres respectivamente). Y aunque, la cuarentena ha implicado una ralentización de la economía global, no ha sido el caso de la violencia contra las mujeres y los cuerpos feminizados. De ninguna forma ha existido una contracción de la violencia machista en la Sociedad Internacional, y Costa Rica no ha sido excepción. Todos los días hay noticias lamentables que hacen eco de la violencia que sigue recorriendo las calles del país: desde videos de mujeres trans que son atacadas brutalmente en las calles de la capital, violencia doméstica exacerbada, hasta los feminicidios de Luany Salazar y Alison Tortós en los que vecinos y Estado son cómplices silenciosos de los crímenes.

Para el filósofo esloveno Slavoj Zizek la catástrofe y pánico social que ha generado el coronavirus quizás es la oportunidad que como sociedad necesitamos para repensar las características del sistema en el cual vivimos. Pero para ello sería necesario pensar un sistema basado en la solidaridad y cooperación internacional. Ese proyecto político debe estar, entonces, comprometido con no reproducir los errores que nos trajeron hasta acá. En ese sentido, es desalentador saber que, para los cuerpos feminizados, salir a la calle y tratar de vivir la nueva normalidad no implica dejar de lado las viejas usanzas de violencia machista. El miedo al acoso callejero y al feminicidio siguen al acecho.

El poder transformador y la oportunidad de vivir una nueva normalidad reside justamente en la eliminación de las formas de explotación contra las mujeres, la desigualdad y la inequidad social. Si debemos aprender algo de la situación extraordinaria que han representado los últimos meses es que nuestra cotidianidad no puede sentarse sobre las frágiles bases de un sistema que privilegia y permite la violencia machista. Si acaso, las excepcionales medidas planteadas frente al SARS-CoV-2 deberían demostrar que es posible atender con esmero la pandemia de violencia misógina que vive América Latina y Costa Rica. Al respecto, aunque los movimientos sociales que realmente defienden la vida no han bajado la voz, resulta imperativo que los Estados (incluido el costarricense) se tomen con la seriedad del caso la violencia de este tipo.

Más que el recordatorio de una crisis, la nueva normalidad plantea la oportunidad para reflexionar en torno a las bases sobre las cuales se sienta nuestra vida cotidiana, cuáles son los valores que construyen nuestro vínculo con la otredad y por tanto con la nación costarricense. ¿Por qué pareciese imposible pensar una normalidad en la cual la violencia machista no sea un pilar fundamental en la construcción del imaginario costarricense? ¿En qué sentido es “nueva” una normalidad que sostiene la misoginia y los feminicidios como constante? La batalla contra la violencia machista, al igual que contra el coronavirus, la libramos todas.

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