Los grises monumentos a los que antes podríamos haber prestado poca atención están en el centro del debate. En 2017 tres jóvenes fueron asesinados en Charlottesville, Virginia, mientras protestaban contra supremacistas blancos quienes, junto a grupos neonazis y del Ku Kux Klan, escogieron una estatua del general confederado Robert E. Lee como punto de reunión.

Hoy un centenar de ciudades de Norteamérica, África, Europa y Latinoamérica debaten la pertinencia de las obras conmemorativas a figuras y capítulos supremacistas. Existen antecedes modernos en Alemania y Francia con la remoción de monumentos públicos a los colaboradores del nazismo, pero nuestro precedente más próximo es Chiapas. El 12 de octubre de 1992 indígenas de ese estado mexicano derribaron la estatua del conquistador local, Diego de Mazariegos, responsable de la masacre de decenas de miles de personas. Dos años después, esos mismos indígenas organizaron el levantamiento zapatista.

En Chiapas, Virginia y Bristol no intentaron borrar su historia. Todo lo contrario. Por años habían acudido a las vías formales para solicitar la reubicación y contextualización de estas figuras, pero la falta de respuestas los condujo a estos actos simbólicos de reconciliación con su herencia. Estas estatuas no son objetos carentes de simbolismos ni producto del consenso; se erigieron en contextos donde las voces opositoras fueron silenciadas, como ocurrió con las leyes Jim Crow estadounidenses o en nuestro caso, proscritas y desterradas. Lo anterior permitió confundir el discurso oficialista con los hechos históricos, entremezclados sobre un pedestal.

Debemos desmentir dos falsedades para discutir con franqueza. Primero, la dicotomía artificial en torno a la cual, supuestamente, los protectores de estas estatuas son defensores de la historia y la verdad, mientras que quienes quieren retirarlas son revisionistas históricos o los Hunos a las puertas de la civilización. Como resultado de este error tendemos a creer que las estatuas representan alguna forma de verdad histórica inmutable, perpetuada en bronce. Producto de ello también es la seguidilla de argumentos casi idénticos sobre "dónde marcar la línea" o "borrar nuestro legado", donde los más débiles son clichés tan repetidos que podrían ser escritos por un bot de redes sociales.

Entender esto permite desarmar el mito de que el monumento honra el compromiso de Cortés como “un gestor de amor profundo a las instituciones de los pueblos libres”. Ese fue el discurso, pero no fueron los hechos. Los monumentos esclavistas norteamericanos fueron pagados y erigidos por grupos de presión con la intención de reforzar la supremacía blanca y apuntalar una versión distorsionada de la guerra civil y sus causas. Hoy sabemos que el grupo que ideó, financió y develó nuestra estatua fue el mismo séquito político-electoral del señor Cortés. En mayo de 1946 en el panfleto “El Cortesista”, sus partidarios abocaron su Comité Ejecutivo Nacional a fundar el Comité Pro-Monumento a León Cortés, proponiendo el logo del pasquín como modelo para un bronce de cuerpo entero.

La figura del presidente fue luego instrumentalizada por el bando ganador de la guerra civil como una especie de símbolo democrático frente a la amenaza roja, sin ninguna contextualización ni referencia a su papel en la dictadura tinoquista, en la persecución de quienes huían del holocausto, el despido en masa de trabajadores negros del pacífico, los abusos electorales de 1938, ni el conservadurismo recalcitrante de su gestión, que nada tuvo en común con los gobiernos liberales que le antecedieron. El discurso ignoró estos hechos y luego se materializó como dogma en metal.

El segundo error es convertir las piedras del pasado en un fetiche. Lo que tienen a favor quienes declaran los monumentos como intocables es la incomodidad que genera la idea de alterar antigüedades de cualquier tipo. Pero a medida que comprendemos que no todos los monumentos fueron creados en un proceso de diálogo y que algunos fueron erigidos por razones que tienen poco que ver con la historia o patrimonio que buscan inmortalizar, podemos empezar a enriquecer el debate.

Gracias a la discusión la historia se enriquece. A medida que profundizamos más en el estudio de estos capítulos de la historia, los protectores de estos símbolos podrían resultar sus propios enemigos. Al marcar la línea de lo intocable en torno a la defensa de estas estatuas, sin quererlo, permiten que se revelen historias que otrora habrían permanecido escondidas. Así que los mismos aspectos de la historia que estos monumentos tenían la intención de ocultar ahora circulan más libres y fuera del claustro universitario.

Al callar sobre el papel de la administración Cortés Castro en la persecución de la libertad de prensa y su apoyo explícito a la política exterior del eje Roma-Berlin, y mientras dirigen toda la atención no en los hechos históricos revelados, sino en el dogma oficial que cobija al monumento, sus defensores invitan a que más personas cuestionen el papel y méritos del expresidente y su gobierno.

Hace poco un profesor universitario compartió un pasaje poco estudiado de León Cortés como abogado litigante. Ante de ser presidente, defendió a un hombre acusado por intento de femicidio contra su exesposa embarazada, mediante disparos a quemarropa. Según consta en el expediente judicial, Cortés montó una estrategia de difamación contra la víctima, haciéndola parecer como una “mujer fácil”, pidiendo a varios hombres testificar que mantenían relaciones con ella. La condena para el cliente de Cortés fue un año de exilio en Guanacaste. También volvió a circular una nota de 1936 en la que Adolfo Hitler saludaba y agradecía a León Cortés.

La discusión está abierta. No hay consenso sobre los méritos como gobernante de León Cortés para ser glorificado en el “Altar de la Patria”. La historia es un proceso complejo y siempre cambiante, no una posición ni discurso; tampoco está mejor escrita en bronce.

Independientemente de lo que decidamos hacer sobre estos monumentos, debemos aceptar que las estatuas no son el mejor canal para la comprensión pública y colectiva de la historia y que algunas fueron erigidas principalmente para esconder capítulos trágicos y silenciar voces marginadas, en lugar de conmemorar eventos pasados.

La estética de la celebración es muy distinta a la del análisis crítico. Glorificar no es recordar. Colocar estos monumentos en un centro de estudio, contextualizado, y en diálogo con otros elementos, es muy distinto a fetichizarlos en un pedestal, literalmente en un espacio público central de la ciudad.

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