La muerte de la joven Eva Morales es un acontecimiento que ha marcado de luto al pueblo costarricense. Tanto hombres como mujeres sufrimos en silencio la pérdida y hacemos propio el dolor y el miedo ante dichos actos de violencia, los cuales nos enfrentan ante la realidad de una sociedad que se encuentra perdida en el abuso de poder, el desconsuelo y la desesperación de muchos que, ciegos por la desdicha, atentan contra otro ser humano robándole el maravilloso don de la vida.

En mi condición de mujer, veo en Eva a mi madre, a mi hermana, a mi compañera, a mi hija y a mi misma; quienes hemos crecido con patrones de conducta impuestos por una sociedad que en pleno siglos XXI no ha reconocido a la mujer como ser humano integral y con una dignidad que debe ser respetada. A las niñas se les marca desde su nacimiento con prejuicios éticos y morales más rigurosos, en comparación con los niños; ellas deben asumir más responsabilidades domésticas en sus hogares y se les limita en sus juegos en función de la maternidad, en los deportes y en sus pensamientos. A pesar de que hoy tenemos una colectividad más consciente de la importancia de la igualdad real, lamentablemente, los errores del pasado se siguen repitiendo como si la historia no doliera. Así, un día sí y otro también, los abusos se perciben como parte de la normalidad.

El reconocimiento de los derechos de la mujer a lo largo de la historia ha sido un proceso de constantes luchas y enfrentamientos sociales, culturales, políticos y a lo interno de cada una; para que las niñas crezcan libres de los prejuicios impuestos por una sociedad machista que les designa, desde su nacimiento, el papel de indignas, débiles, vulnerables e indefensas. En dicho contexto, las mujeres no se sienten en la libertad de vivir a plenitud su sexualidad, debido a que son marcadas con características de inferioridad, sin poder expresar su libertad de pensar, actuar o vestir porque esto implica que sean señaladas como vulgares, putas o provocadores de hombres.

Es preocupante ver la incidencia de los femicidios, año tras año, reconocer en ellos no solo cifras de un delito, sino que cada una de esas muertes representa una historia marcada por el amor, el miedo, la venganza, el odio y, sobre todo, por la búsqueda de libertad. Esa libertad que se encuentra plasmada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 1°, como propio desde el nacimiento de todos los seres humanos; pero que es limitada para las mujeres desde ese mismo acontecimiento.

Cuando una mujer sometida a una situación de violencia psicológica o física regresa con su agresor, lo hace por miedo a él, por lástima, por el estigma social o por la castración, impotencia inculcada, el creer que no se puede desarrollar si no es con alguien, lo que impide validar su amor propio, pues no ha reconocido en su voz interior su verdadero valor, no se ha identificado digna y no tiene las herramientas suficientes para defender su posición ante una situación de peligro.

La muerte de Eva no es responsabilidad solo de su agresor, por su condición de hombre “machista”, es culpa de una población que se reconoce como defensora de los derechos humanos en el discurso; pero que promueve conductas en su contra al consentir la discriminación social, racial y religiosa; al no aceptar la igualdad de géneros; al fomentar el odio a las personas por sus preferencias sexuales; al validar la violencia en la familia; al no escuchar al niño, al adolescente, al hombre; al promover el consumo de las drogas y el alcohol; al discriminar a la mujer trabajadora que a su vez es madre; al permitir un aumento en los índices de pobreza; al consentir la delincuencia. La lista de las razones asociadas con el problema de la invisibilidad femenina es enorme y en ella contribuye, a la fecha, todo el contexto social.

No es suficiente que el derecho positivo reconozca la violencia hacia las mujeres como una transgresión a los derechos humanos, no basta contar con instrumentos internacionales como la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer “Convención de Belém do Pará”; la cual, claramente, estipula que: “Toda mujer tiene derecho a una vida libre de violencia, tanto en el ámbito público como en el privado”, cuando siguen existiendo situaciones de violencia sexual, física y psicológica por el género.

En los casos de violencia por género las víctimas guardan silencio por la vergüenza, la señalización y la revictimización enfrentada al interponer una denuncia en el ámbito administrativo o judicial, pues les acarrea un estigma moral en sus centros de trabajo o dentro de sus propias familias, con personas cercanas, quienes deberían ser soporte para la búsqueda de la equidad; pero se convierten en verdugos que reclaman actos y decisiones.

Las muertes constantes de mujeres deben calar en las fibras más profundas de nuestra conciencia. El cambio solo es producto de una educación igualitaria, de borrar patrones de conductas determinadas; pero, sobre todo, de reconocernos libres con la fortaleza interna para no escuchar la voz de los miedos y los condicionamientos morales, psicológicos, económicos y hasta internos que no nos permiten regresar.

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