El mundo de inicios del siglo XXI es muy distinto al de la centuria pasada, cuyo orden internacional se basó en el modelo europeo decimonónico. Hay significativas diferencias respecto al esquema bipolar de la Guerra Fría y el unipolar de la década de 1990. Pero también hay cambios profundos en la conducta de los actores internacionales, sobre todo los Estados. Hoy predomina el interés nacional, la idea de poner al país primero frente al resto del mundo, y el deterioro del multilateralismo. Asimismo, actores no estatales, como algunos grupos armados —incluidos los terroristas—, tienen una mayor incidencia sobre la política de los Gobiernos.

No es que esto no fuera a ocurrir más adentrado el siglo; pero sin duda fue acelerado por la administración Trump, que debilitó las reglas del juego del orden posestadounidense de la década de 1990. Trump se ha encargado de desmantelar el proyecto hegemónico y abrir diversos frentes de confrontación, sobre todo con los aliados tradicionales. Por eso hoy Estados Unidos (EEUU ha perdido terreno frente a las iniciativas hegemónicas de China y Rusia. Y en esa coyuntura la ONU se ha debilitado, teniendo un estrecho margen de maniobra en el contexto de los conflictos críticos como el de las Penínsulas Arábiga y Coreana, Siria y el Estrecho de Taiwán.

Pero el cambio va más allá de una redefinición del orden internacional tras el fin de la Guerra Fría y la decadencia de EEUU. La transformación tiene mucho de civilizatorio, lo que significa una ruptura con el modelo eurocéntrico heredado del siglo XIX y basado en la idea de los tratados de paz de Westfalia (1648). Las potencias europeas impulsaron una cosmovisión a escala global, que luego fue acogida por EEUU, para establecer en el siglo XX un mundo occidental estadounidense. Eso desapareció.

La reacción a esa visión se centró en lo que Edward Said denominó el orientalismo, para mostrar que los conceptos y constructos sociales occidentales no permitían explicar la realidad fuera de lo que realmente constituye Occidente (Europa y EEUU) —América Latina no es parte de Occidente—. Pero no se trata solo de una cuestión académica. La realidad muestra que la cosmovisión de los países occidentales es muy distinta de la de aquellos orientales. Esto se ha hecho evidente en los estilos hegemónicos de EEUU, China y Rusia; pues el primero es el clásico uso del poderío militar como primer recurso, el chino es de naturaleza confuciana, y el tercero es ortodoxo, una combinación de elementos de los anteriores.

Hace un buen rato el canciller ruso, Sergei Lavrov afirmó que “estamos en un orden mundial posccidental”, que superó los 500 años de la dominación europea. Ello permite preguntarse si ¿Occidente mantendrá la influencia y el control sobre la política internacional o su acelerada declinación hará que cada vez el espacio de las potencias emergentes, sobre todo orientales, sea mayor y lleguen a redefinir el liderazgo mundial y la influencia sobre la gobernabilidad y la gobernanza global?

El fortalecimiento del poderío de Rusia y China y la cada vez más evidente alianza sino-rusa hace pensar que este siglo será una centuria con un orden no solo posestadounidense, sino oriental, basado en otras reglas del juego internacional. El cuestionamiento en este caso es si ello se producirá, como en los siglos anteriores, a través de una guerra sistémica, o por primera vez en 10.000 años de historia de las relaciones internacionales mediante de un esquema de negociación.

Pero el cambio no se limita a ello, cuando se revisan los argumentos de Yuval Harari sobre homo sapiens, homo deus y las lecciones que está dejando el siglo XXI, así como la tesis de Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, sobre la necesidad de construir una comunidad global, resulta evidente que se trata de un cambio civilizatorio que va más allá de la Ilustración, el modernismo y posmodernismo europeo, y en ruta a un mundo posoccidental.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.