“Si me oyen las feministas, me matan”. Cada vez más a menudo oigo esa frase. Quiénes serán esas feministas asesinas, me pregunto, pues ese estribillo suele decírmelo gente que considero feminista a mí, que me considero feminista.

Una horda de feministas furibundas ronda el imaginario colectivo y ya nadie sabe lo que se puede decir y lo que no, y más preocupante: a veces ya ni se sabe qué pensar, cosa sin duda más grave, porque tener clara la diferencia entre lo que se piensa y lo que se dice es un gran paso, en este tiempo de redes.

Existan o no en carne y hueso las tales feministas africanizadas, lo cierto es que existen sus efectos. Ser y sentirse feminista es cada vez menos libertador y cada vez más asfixiante. No recuerdo dónde leí: “Lo peor de ser mujer es tener que ser feminista”. Porque sí, una tiene que ser feminista, sin duda, lo contrario es patético. Pero ay, ojalá hubiera… Ojalá no hubiera hubieras.

Una anécdota. Puse el otro día en mi ocioso facebook: “Me encontré en la Feria del Libro a la escritora conocida como la Dorian Gray, porque no envejece ella, sino sus libros”. No pasaron ni tres minutos cuando ya alguien había soltado la palabrita: ¡Misógina!

Y pensar que no existe la tal escritora, ni el apodo, ni siquiera había ido a la Feria. Yo había estado a punto de poner el mismo chistecillo con “el guapo escritor”, pero en el último momento pensé darle un giro más y ponerlo en femenino, justamente como un derecho de igualdad. Decía la grandísima Patricia Highsmith que ella siempre usaba un protagonista hombre en sus novelas porque era “neutro”; si ponía una mujer ya se desviaba la atención, antes de cualquier oficio o característica, el personaje es mujer. Ha pasado tiempo desde la Highsmith pero ya ven: un mismo chiste vale si se hace con un hombre pero no con una mujer.

Para qué escribir de mujeres si eso te impide hacerlas antiheroicas, ridículas, gordas, desdentadas, horrendas, chifladas, malas, calculadoras, o como mínimo polémicas. O sea: todo lo que hace interesante a un personaje.

“A las mujeres no se las toca ni con el pétalo de una rosa”. ¿Se acuerdan? Eso se decía, allá en tiempos de María Castaña. Hoy entendemos que ese dicho era machista. Era una forma de remachar en que las mujeres son frágiles, lo femenino es vulnerable, lo masculino debe protegerlo, luego lo femenino debe someterse.

Una de las pruebas más contundentes de que la Tierra es redonda es que si una echa a andar recto, rígido, tieso, sin desviarse ni un ápice, como huyendo de sí misma, tarde o temprano vuelve al punto exacto de donde partió. Hemos vuelto al condenado pétalo de la rosa. A las mujeres ya no se las toca ni con la punta de un chiste. Y esto es, básicamente, un aburrimiento.

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