En estos días vemos una Costa Rica peleada consigo misma y nos haría bien preguntarnos si así es como queremos vivir. Somos países permeables a lo que ocurre en otros y aunque esto conlleva beneficios, como la difusión de tecnologías y arte, también trae daños colaterales como la insistencia de copiar ideas tóxicas en nuestros debates políticos.

Las primeras olas del extremismo han golpeado nuestras costas. No lo digo en tono alarmista sino con serenidad porque preocupa el patrón: las ideas imposiblemente tóxicas se vuelven insospechadamente populares. Fabricaciones de mentiras. Daños a la libertad de prensa. Negación de la ciencia. Empeños de contaminar el ambiente. Insultos a las minorías. Abusos a los inmigrantes. Y la lista sigue y fieles seguidores – como en trance – celebran a sus políticos tóxicos.

El que venimos de estrenar en la región es Jair Bolsonaro, con una abierta copia de Trump en Brasil. Sí, el hombre que dice preferir ver a un hijo suyo muerto, “antes que verlo homosexual”. También el hombre que coquetea con salirse del Acuerdo de París Cambio Climático. Y sus fieles seguidores gritan en el fondo ¡Hagamos a Brasil grande de nuevo!

Empiezo esta nueva columna con esperanza y me centraré en Costa Rica. El punto es que hoy escribo y no quiero ignorar lo que pasó en Brasil con Bolsonaro. Lo digo en el sentido de pellizcarnos, de salir a buscar ideas valientes, especialmente desde la ciudadanía, para esa Costa Rica tan dividida encuentre formas de reconectarse. ¡Sería imperdonable acabar neuróticos en Costa Rica!  Por eso debemos contar nuevas historias. Usemos todos los medios a nuestro alcance para que los relatos positivos también existan en el día con día. Necesitamos columnas que hagan otras Costa Ricas fuertes y sanas.

Yo no creo que todo esté perdido pero sí creo que vendrán tiempos cada vez más extremos.  Por eso necesitamos tener mejores códigos para nuestros debates e interacciones. Me pregunto en voz alta: ¿Cómo promoveremos nuestras causas y convicciones en un país que se pelea por cualquier tema. ¿Qué hacer con esa psicología extraña en la que gente más que normal racionaliza ideas muy extremas? No creo que exista una receta para lidiar con esto, pero sí creo en esto: ser bien duros con los temas y suaves con las personas. Duros con las ideas que consideramos terribles.  Hagamos preguntas difíciles, cuestionemos y no tengamos miedo de ser la voz divergente en los debates que se quedan en los lugares comunes. Pero seamos suaves con las personas.  No perdamos la humanidad.

Tener debates de altura requerirá, como mínimo, romper nuestras mañas ticas. Una de ellas reduce a personas —que tienen múltiples dimensiones—  a una sola etiqueta: “fulano es un ambientalista”, “mengana es una neoliberal”, “aquel es un comunista de primera”, “aquella vieja es la típica pandereta” o “tal es el típico burgués”. ¿Vamos a seguir así?  Así cualquiera sale peleado. Hay que recuperar la capacidad de tratar de escuchar qué nos dice otra persona, más allá de la etiqueta que se le ha puesto.

Recuerdo en temas climáticos tener acalorados desacuerdos con un colega que vivía en El Cairo.  Las ideas que nos guiaban eran irreconciliables pero yo llegué a entender qué lo movía y él llegó a entender mi terquedad.  Él era producto de haber nacido en Egipto y yo de haber nacido en Costa Rica.  Yo sería menos verde si fuera él, él sería mucho más verde si fuera yo. En momentos claves de la negociación pudimos encontrar acuerdos que no hubieran sido posibles sin haber tratado de entender por qué veíamos la acción climática de forma tan opuesta.

Otro elemento que podríamos discutir es nuestras dietas mediáticas. Ante el riesgo de polarización dejé de seguir a analistas y medios que solo buscan indignarnos como opinión pública. Creo que un pueblo ultra-enojado puede tomar decisiones ultra-absurdas.  Si vamos a tener debates públicos de altura no queda otra que buscar mejores “reglas del juego”, por falta de otra término, para obtener resultados más civilizados. Ante ese oleaje de toxicidad que ya nos golpea debemos estar preparados y construir mejores puertos.

Como saben una de mis causas —no la única— es la descarbonización de la economía. Es una idea que transciende a Costa Rica y nos llama a cambios estructurales en cada sector, como transporte, pero más allá también.  Dejar de depender del petróleo, por ejemplo, requiere transformaciones difíciles y habrá resistencias. Es muy normal. Por eso me pregunto ¿cómo aportar en un país tan dividido? Porque ahora más que nunca habrá que mantener la altura ante quienes descalifican, tergiversan y reducen nuestras causas mayúsculas a meros estereotipos.  Y aunque estas voces existen, son una minoría, la mayoría que preocupa es la que deja de creer en que Costa Rica vale la pena, por apatía o por influencia de los medios.

Algo concreto es resistir esas conversaciones que se quedan en “Costa Rica está como está por culpa de...”.  Sin duda, en 2018 hemos visto una Costa Rica peleada consigo misma, pero estamos a tiempo de no dejarnos arrastrar por las olas tóxicas que han causado estragos en otras latitudes. La tarea de mi columna es proponerles que no todo está perdido.  No hay que tapar lo malo  —no hay que ser ingenuos— sino encontrar nuevas formas de lidiar con eso que hacemos tan mal. Demostrar que aquellos que proponen ideas radicales para arreglar el país son la minoría. Trabajar con quienes quieren avanzar con sensatez y asegurarnos de que estamos dispuestos a ponerle bonito y sobre todo, de que somos mayoría.

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