Desde antes de internet, me encantan las películas con tramas de paradojas en el tiempo. Las de acción y violencia, tipo Terminator, no tanto. Lo mío son esas de tramas menos violentas, futuristas y romanticonas. Recuerdo una en que personas del futuro venían a recoger a los pasajeros de un accidente de avión. Y con especial cariño, una película poco conocida de Christopher Reeve, en la que viajaba al pasado y se enamoraba de la protagonista en ese otro mundo de hacía cien años. Regresaba al pasado con frecuencia hasta que decidió que podía hacer su vida allá. En un descuido, tuvo acceso a una moneda moderna y eso lo catapultó de vuelta al futuro, sin posibilidad de regresar y con el consecuente corazón roto, conformándose con verla en una foto amarillenta de vieja.
Ya en la vida profesional, el Colegio de Abogados me prohíbe, por ley, aplicar mis facultades paranormales de adivinadoras. Si me preguntan cómo nos va a ir en un caso, tengo que responder que estoy obligada a decirle que tenemos un 50-50 de posibilidades, aunque mi yo arrogante se muerda por responder “Esto lo tenemos ganado”.
Ese código de ética nos obliga a vivir en el presente, en el día a día y el ejercicio profesional, curiosamente, se rige del pasado: la experiencia plasmada en la jurisprudencia, el conocimiento de otros que llevan más camino recorrido, es esencial al decidir qué recomendarle a un cliente. Precisamente por eso, me imagino yo, es que existe ese principio que te martillan desde que cruzás la puerta de la facultad: el derecho siempre va atrás de la sociedad. O sea, el derecho es la tortuga del reino de los animales.
Pero a veces, no sé exactamente el porqué, se transforma en una liebre inquieta que atraviesa la meta antes que todos los demás. Por ejemplo, cuando se aprobó la Ley Contra el Hostigamiento Sexual en el Empleo y la Docencia, allá por los finales del siglo pasado, hubo un clamor generalizado. “Ahora todo es acoso” —dijeron— “Nos clavaron una ley que no tiene nada que ver con nuestra cultura” —se quejaron— “Pero así soy yo, así somos todos los hombres, entonces ¿ya ni saludar de beso se puede?” —lamentaron otros más.
La paradoja del tiempo se materializó en la vida real y nos teletransportó a otra realidad. A 23 años de aprobada la ley, nadie discute la importancia esta regulación. Todos los años, los patronos reciben denuncias de personas acosadas, hacen procesos de investigación y toman la difícil decisión aplicar una sanción, un despido o decir “No me consta que haya pasado nada”.
Tomando en cuenta que me gradué muy joven y que ya soy una señora de cierta edad, en los años que llevo de ser abogada, me ha tocado ser testigo de otros eventos similares. La Ley de Promoción de la Igualdad Social de la Mujer “Se imaginan qué vergüenza que la escojan en un puesto solo por tener vagina?”. La Ley Contra la Violencia Doméstica “Cómo pretenden que uno eduque a los hijos si ahora dicen que pegarles es violencia?”. La Ley de Paternidad Responsable: "¿Cómo el Estado me va a obligar a reconocer un chiquillo que ni sé si es mío?” La Ley de Relaciones Impropias: “Pero esas chiquillas saben más que uno, lo andan tentando a uno, se ven como de 24”. La Reforma Procesal Laboral, con sus disposiciones novedosas sobre discriminación: “¿Qué? ¿Y por qué no puedo decir playo si siempre lo he dicho y entre ellos se tratan así?”
Hay un antecedente histórico que es de mis favoritos. Cuando en los 70, Sonia Picado propuso la modificación del Código de Familia para que el adulterio masculino fuese causal de divorcio. Antes de la reforma, era necesario que el hombre viviera en concubinato escandaloso, presentando a su amante en sociedad y exhibiéndola como si fuera su legítima esposa. En esa época, señores muy serios de traje entero y título de abogado, se burlaron de doña Sonia e incluso compusieron un poemita que le recitaron en el colegio de abogados, defendiendo su derecho a ser infieles y recordándole a las mujeres cuál, según ellos, debería ser su lugar en la vida. Pero la reforma se aprobó.
En el último mes, observo los eventos desde mi butaca imaginaria del teatro de la patria. Comería palomitas, pero no estamos para tafetanes y se me atragantan de la ansiedad, de solo pensar que todo lo que está pasando nos lleve a un lugar adelante en la línea del tiempo, sea sombríamente similar a esos idos años de infancia, de crisis económica, filas en los estancos, restricciones en la cantidad de productos de compra, inflación, desempleo y un sentir general de temor y desesperanza.
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