Un famoso cuento de Jorge Luis Borges habla de un imperio donde el arte de la cartografía se cultivaba con tantísima perfección que, en alguna oportunidad, se elaboró un desmesurado mapa que coincidía exactamente con cada punto del imperio. Era, pues, un mapa del imperio del tamaño del imperio. O sea, era un mapa absolutamente inútil.

Con el tiempo, según se dice, las generaciones siguientes se volvieron menos afectas a la cartografía y abandonaron el dichoso mapa a las inclemencias del desierto. Así, empezó a ser habitado por animales y mendigos y se volvió un mapa en ruinas.

Todo ejercicio cartográfico es, en definitiva, el resultado de un proceso de abstracción. Puede ser una representación de dilatados espacios, de países fantásticos, de paisajes cotidianos o, incluso, de emociones íntimas. Pero necesariamente implica la separación mental de ciertas partes de un determinado objeto.  En el más reciente episodio de La Telaraña, justamente, Jurgen Ureña, cineasta y conductor radial, conversó con el artista visual Fabián Monge y con la geógrafa Adriana Baltodano acerca de cartografías, así, en plural. Fueron y vinieron desde la posibilidad de regalar paisajes cotidianos hasta las similitudes entre un mapa de isolíneas y la serie de pinturas Meaningless Data. Fueron y vinieron desde la incertidumbre de los bosques tropicales hasta los parajes del oeste atravesados por feroces ferrocarriles y buscadores de oro.

Adriana Baltodano se refería a una mariposa morfo y a territorialidades donde prevalece la incertidumbre. Fabián Monge apelaba a la universalidad de las formas frente al relativismo del color. Y escuchándolos, quizás, uno considera lícito preguntarse por la pertinencia de los mapas en un mundo caracterizado por la riqueza virtual y la miseria simbólica. Es decir, tomando en cuenta que buena parte de nuestro sentido de realidad se construye desde Internet, ¿qué relevancia pueden tener hoy los mapas? Voy más allá: ¿qué importancia pueden tener los lugares en un mundo donde casi no los habitamos?

Desde hace un tiempo y, especialmente, después de la pandemia los humanos nos volvimos aún más sedentarios. Nos habituamos, como seres heridos, a confinarnos en cavernas y madrigueras. Hicimos, además, del desencuentro una forma de narrativa política que luego, de manera inexplicable, nos sorprende y nos indigna.

Los mapas, sin embargo, están allí para mostrarnos que, como sugirió Fabián Monge, las referencias al palo de limón siguen orientando nuestra forma de entendernos en el espacio mejor que cualquier consideración política y que, como propuso Adriana Baltodano, la cartografía de lo diario se impone siempre a la hora de imaginar nuestro recorrido hasta la pulpería. Dicho de otro modo, los mapas continúan articulando una idea de continuidad en el espacio y de reconocimiento de nosotros en el otro; incluso cuando el otro constituye el ámbito del miedo y la amenaza.

En el cuento de Borges las ruinas de aquel desmesurado mapa terminan siendo habitadas por mendigos y animales. Hoy todo pareciera indicar que los lugares y sus representaciones, al menos en estos tiempos de pantallas táctiles, raramente oscuros, se sostienen desde los proscritos y las formas de vida más marginales. Y por eso, a lo mejor, los esquivos coyotes que desafían el Darién, las mariposas monarcas que ven diezmados sus ecosistemas, las aves migratorias acosadas por la sed de árboles y los humanos que cruzan fronteras, lastrados por guerras y penurias, cuestionan y a la vez elaboran las más disparatadas cartografías.

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